1. Pasado, presente, destinos y maletas
- No sé de qué querés hablar, pero bueno, pasá
Lucía cerró la puerta con la sensación de estar abriendo un pasadizo de cristal pronto a romperse en cualquier momento, una olla en ebullición que no iba a tardar mucho tiempo en desbordarse. Sin aviso y sin orgullo, Pedraza, su madre, golpeaba la puerta de su casa un sábado a la tarde.
- ¿Por qué viniste?
- Tengo algo bastante importante que decirte
- Te escucho
- Es que no sé por dónde empezar
- Por el principio mamá
- No me digas… ¿cómo sabés que soy tu madre?
- Me enteré hace poco, y me dio tanta bronca que directamente no quise ir a buscarte Pedraza, de paso te ahorro la molestia de pensar cómo decírmelo
- No me digas Pedraza, soy tu mamá
-No se nota nada. ¿Dónde estabas cuando aprendí a hablar, cuando empecé la escuela, cuando tuve mi embarazo, cuando me casé, cuando tuve a Agustina, cuando me quedé sola?
-No pude hacerlo antes
- Siempre se puede. Y mirá que encima me tengo que enterar por casualidad
- Ya lo sé, pero nunca es tarde
- Ahora sí, y para vos es tardísimo. La maternidad no es un título de propiedad, es una responsabilidad. Y vos intentaste matarme. Y si querías matar a Francisco, lo conseguiste también
- ¿Me vas a echar la culpa de eso también?
- ¡Me arruinaste la vida! ¿Con qué derecho venís a romperme las pelotas y venir con arranques de maternidad? Sos una reverenda mierda
- Lucía…
- ¡Lucía un carajo!
- ¿Te parece casualidad que hayas sido médica como yo?
- Seguramente no fue por seguir tu ejemplo. Menos de haberlo sabido. Ya que alardeas tanto, ¿cuál es el primer deber de un médico?
- Salvar la vida del paciente
- ¿Y ser madre? ¿Cuál mierda te pensás que es? No digo que haya sido fácil, pero hay formas y formas. Yo tuve a Agustina después de divorciarme, sin tener trabajo, escapándome del hijo de puta de su padre y sin un mango. Y aún así no la dejé en los brazos de nadie más que yo, porque yo no le pregunté si quería nacer, yo la traje al mundo. Y vos a mí me trajiste, y me dejaste. Intentaste matarme, me arruinaste la vida. Así que así como viniste, tomatela. Ahí tenés la puerta. Y a Agustina no la vas a ver en tu puta vida, ¿me escuchaste?
- Lucía…
- ¡Nada! ¡Andate de acá!
Quizás la olla no desbordó, pero sí lo hizo el corazón de Lucía que no pudo contener ni por un segundo las ganas de insultarla. Se había auto declarado huérfana, o al menos, sin madre biológica. Porque la maternidad para ella, era otra cosa. En eso pensaba mientras armaba la maleta y ponía la poca ropa que acostumbraba a usar. Llamó a Paula, para pedirle que se encargue de los muebles, sin saber siquiera a dónde se iba a dirigir. Sólo sabía que quería irse.
Con una suerte de mapamundi sobre la cama que la ocupaba entera, arrojó los tres dados que tenía en la mano, como si jugara con su hija. Pero jugaba con su destino. No pensaba. Sólo huía de un lugar que sólo le había traído tristeza, nadando en un mar que se secaba y la dejaba desnuda, sin fuerzas. Los dados cayeron uno al lado del otro. Los tres con un seis. Uno en medio del océano Atlántico, donde con bastante agudeza pensó que no podría vivir. Los otros dos en España: uno en Galicia, el otro en Barcelona. Quiso el azar o su mente ver como un astro luminoso en Madrid, ubicado justo en medio y formando una letra parecida a la “v”. Viaje, pensó. Ahora le faltaba todo lo demás.
2. El sueño de Mariela
Siempre fue puntual, pero ahora parece que me siguiera. ¿Cómo sabía que estaba aquí? ¿o me estoy volviendo loca? Es igual, tiene la misma mirada perdida en mis ojos, como si el alma le temblara por dentro y sacara fuera una luz que con palabras brillantes me alumbra la cara. Y ahora mira hacia el costado con los brazos apoyados. ¿Dónde coño está? ¿en una estación? ¿es un tren eso que viene ahí? ¿y por qué no estoy abrazándolo? Joder, no te alejes. Ven. Eso. Quiero hablarte. Mmm.. no sé, no sé de qué. ¿Cómo estamos? Creo que estuviste enfermo, me han contado que has estado hospitalizado. Joder, ojalá supiera qué decirle, ¿cómo hace para saber todo lo que pasa? Si Dios existe definitivamente aterrizó en Buenos Aires. Y ahora canta, pero no le oigo, canta bajito. Sí, como cuando me cantaba al oído en ese tono casi de susurro. Ay, si pudiera acercarse un poco más y venir, hace un frío de la ostia, ¿por qué no viene a abrigarme? No quiero ni saber qué hace en ese andén. ¿Esperará a Lucía? ¿quién será Lucía? Ha tocado al hombre que amo, cómo se atreve. Y cómo me atreví yo, estúpida Mariela, sos estúpida, joder, has arruinado todo. Bueno, vale, no todo, que éramos dos. Pero él era dos conmigo, a veces hasta me cubría. Bueno, yo también he estado, sí, pero no se merecía eso. Y menos estar enfermo. Y ahora no le puedo hablar, le grito pero joder, no me oye. Y sigue esperando ahí, parece que me mira, siempre tan chulo, no, joder, fuma, cierra los ojos para no lagrimear, joder, quisiera quitarle eso y poner mi boca en la suya, seguro que así no fuma, porque me puede decir cualquier cosa menos que no lo beso bien, al menos no sin ansias, joder, ven aquí, apaga eso y ven, ¿a quién esperas? Solo en esa estación sucia, vacía, ¿por qué va tan desabrigado? Con el frío que hace. No me digas que veo de aquí a Argentina porque sí que estoy loca. No, vuelve, vuelve, por favor. Qué susto, casi se me va. Y otra vez, mírame, ¿no ves que tengo pancita? Es tuyo mi vida, ya lleva 12 semanitas acá, lo supe hace poquito, pero no te pude avisar, te perdí la pista, el teléfono y todo. Además que no sabía cómo decirlo, tampoco sabía dónde estabas, lo supe después de… joder, ¿qué hace aquí entonces? No me oye. Me gusta verlo fumar, pero quiero que me hable. Y no me habla, joder. La semana que viene voy al médico, ya voy a poder saber el sexo, qué bien. Él decía que quería que tuviera mis ojos, pero quizás lo único bueno de esto es que no va a poder decidir eso. Qué estúpida, nunca podría decidirlo él eso. Y su cuerpo. Mejor que tenga su cuerpo. Sea como sea será guapísimo, no puede ser otra cosa que guapo. ¿Y cómo le llamaré? No lo sé. Pero dios, que venga, que me hable, joder. No, no te alejes, no te vayas, joder. ¿Dónde vas? Dime eso al menos. Francisco, por favor, no te vayas, vuelve, ven, por favor, ¡no!
-Parece que ya entraste en esa etapa donde te quedas dormida en todos sitios
- Sí, así parece. Joder, Román, qué sueño, te juro que estaba ahí
- ¿Quién?
- Francisco, esperaba a alguien en un andén, le hablaba pero no me oía, le quería decir todo lo que no pude decirle, pero no me oía ni me respondía. Sólo me miraba radiante, pero no me decía nada
- Es normal, tranquila. Tenés que estar relajada que si no lo vas a poner nervioso al pequeño
- Sí, es cierto. Gracias por venir, la verdad que todo me cansa mucho y me ayuda bastante
- No es nada, para eso están los amigos
Román y Mariela eran amigos desde el instituto y hasta entonces compañeros de facultad. A veces hasta coincidían en algunas materias. Ella estudiaba psicología y él Comunicación Social, así que estaban bastante cerca. Al pelearse con sus padres Mariela no quiso volver a contactarlos, con lo que no les pidió ayuda ni siquiera con el embarazo. Sí a Román, que si bien no suplía una ausencia insustituible, por lo menos le hacía compañía, la trataba muy bien y la ayudaba con las compras y otros menesteres del hogar, de modo que Mariela se podía concentrar en el estudio sin hacer mucho esfuerzo físico y concentrar sus energías en otra cosa.
-Bueno guapa, ya debo irme, tengo que volver al trabajo
- Sí, ya lo sé, tranquilo
- ¿Quieres que vuelva luego? No es problema
-No, ya hiciste bastante. Además hoy prefiero estar sola
- ¿Segura?
-Sí, tranquilo
-Bueno, cuídate y presta atención al pequeñito. ¿Patea ya?
-No, todavía no, pero ya lo hará, espero
- Muy bien. Cualquier cosa me llamas, ¿vale? hasta luego
- Vale gracias
Mariela vio cerrarse la puerta con una extraña combinación de nostalgia, tristeza, alegría y esperanza. Las dos primeras producto de su sueño, inesperado. Las dos últimas, por la calidez de su amigo y por la ansiedad de sentir ese baile en su vientre. Acariciándolo, apagó el televisor que había quedado encendido y se quedó dormida
3. Pablo se baja en Atocha
Tras conseguir su ansiada beca para estudiar Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo pisó el aeropuerto de Ezeiza con una alegría y sorpresa similar a la de un niño que mira todas las cosas como si las viera por primera vez. Era su sueño anhelado: viajar por el mundo, conocer gente (otra gente), otro ambiente, conseguir la certeza de que había o bien mundos mejores o bien otros mundos posibles. Sabiendo que no iba a tener otra vida para asegurarse, mostró su billete y su pasaporte, cuya foto cuadraba perfectamente con los 25 años que marcaba su fecha de nacimiento.
Ya en el avión, miraba por la ventana y sonreía recordando las palabras de su padre, divertido, conservador y ciertamente pesimista, develando un terror infranqueable sobre esa gran invención de la ciencia que era capaz de sobrevolar el mundo entero. “Es que si hay un accidente seguro te matás”, decía. Pablo, sin dudar de semejante probabilidad, reía ahora con una suerte de ternura por esa figura paternal que, de a ratos, le parecía casi filial. No porque hubiera perdido autoridad o cariño, sino porque “el viejo”, decía Pablo, “está cada día más viejo”.
Cuando la azafata le ofreció auriculares para oír los diálogos de la película a proyectarse en una de las cuatro pantallas que alcanzaba a disipar con su visión, se mostró sorprendido, como si se hubiera despertado de repente en el siglo XXI. Agradeció a la azafata, que, como todas, lucía amable, impecable, bella, haciendo juego y caso a los cánones de belleza aceptados o impuestos socialmente. Pablo se rió de su fantasía detrás del primer botón del uniforme y recogió el modernísimo aparato de sonido. Se quedó dormido, como era de esperar, a la media hora, dado que, para su desgracia, la película era una comedia musical, algo que, quizás por genética, se le había antojado una creación execrable cuya aceptación rozaba la banquina de lo imposible.
No se sorprendió al despertarse y oír que quedaban pocas horas de vuelo, puesto que sus horas de sueño superaban las ocho horas diarias recomendadas por la Organización Mundial de la Salud y la rutina capitalista a la que, cada vez, le hacía menos caso. Se maravilló del paisaje que contemplaba por la ventana, asombrado del vértigo que le suponía estar literalmente encima del mundo.
El viaje fue largo pero como todos, se terminó. Descendió, pasó el Check in luego de esperar la interminable devolución de sus valijas (que ahora, pensó, debía empezar a llamarle maleta) que por suerte no eran muchas (su colección de ropa no impresionaba a nadie). Volvió a reírse recordando la vieja anécdota de su padre, que aparentemente de joven era tan lector que sus amigos bromeaban de su equipaje que, según decían, presentaba más libros que calzoncillos.
Pidió un taxi, algo que no solía hacer en Buenos Aires, ya que no consideró oportuno meterse en el subte (que ahora, volvió a pensar, debía llamarle metro) y hacer extraños experimentos en una ciudad que no había ni empezado a conocer y le encomendó dejarlo “en el hotel de la calle Rafael de Riego, esquina con calle Murcia”, a pocos metros de la estación de Atocha. Agradeció , pagó al taxista y se presentó en el hotel, discreto pero bien presentado, donde lo atendieron cordialmente y le mostraron su habitación.
Con un alivio y alegría de recién casado dejó la (ahora sí) maleta en el suelo y se acostó en la cama que lo hizo rebotar unos centímetros. Se alegró de tener ventana, agarró un lápiz y se dispuso a describir su viaje. Encendió un cigarrillo que fumó disfrutando más que ansiarlo, se lavó la cara, le sonrió al espejo como si fuera una mujer bonita y salió a la calle, a recorrerla.
Tomó por la calle de Ancora hasta toparse con los andenes de la estación. Se mostró con la piel erizada de estar en semejante lugar y pensar en los caídos, y volvió a sonreír pensando en los viejos andenes que miraba en Buenos Aires en la estación Constitución. Después de todo, pensó, ambos eran andenes.
Volvió por la misma calle mirando a toda persona que pasaba a su lado, conteniendo el aliento para callarse la boca al oír ese acento en cada mujer que lo asaltaba verbalmente sin decirle nada. Ahora miraba los bares, la gente riéndose. No se sentía turista. Se sentía como si estuviera soñando, como si la calle no le perteneciera, como si fuera un hombre invisible que camina por la Europa occidental sin ser visto. Recordando una vieja película, se preguntó cómo sería morir en Madrid, e instantáneamente maldijo la estupidez de su pensamiento, extrañamente cruel para el presente que la vida le estaba regalando, o , al menos, ofreciendo. Sin mirar el reloj y con hambre, volvió al hotel para aprovechar la cena que por azar ese día estaba en oferta. Luego de cenar saludó al mozo (también le costaba decir camarero) amable y tímidamente se dirigió a su habitación, fumó su último cigarrillo del día y armó sus papeles universitarios y un boceto de Currículum para presentar al día siguiente.
4. Casandra amanece en la crisálida
Pequeñas gotas caían en la ciudad de Buenos Aires, que tampoco excluía el barrio de Flores, de poco tránsito y casitas bajas, un despertador como todos poco oportuno se encendía a las 8am e interrumpía el sueño de Casandra, que hasta entonces dormía plácidamente. Con los ojos pequeños y los párpados un tanto hinchados apagó el despertador a oscuras, ya que las hendijas de la persiana no alumbraba lo suficiente. Sumado a la profundidad de su sueño, apenas alcanzó a girar su cabeza hacia el costado y casi encandilarse con las luces rojas del aparato.
Se enderezó en su cama matrimonial que de momento no tenía un cupo que hiciera honor al nombre y acomodando su pelo largo, lacio y llegando al rubio miró por la ventana la garúa que se precipitaba cada minuto más fuerte. Sonó el teléfono e hizo un gesto quejoso, maldiciendo que las responsabilidades comenzaran a esa hora. Se le quitó pronto el mal semblante al oír la voz de su jefe comentándole que no hacía falta que ese día concurriera al estudio. Sin preguntar por qué (sus días libres eran contados y no quiso hacer cambiar de opinión a su superior) colgó el teléfono, esbozó una sonrisa que poco le costaba dejar salir y se dirigió a la cocina a encender la cafetera y se volvió a la cama saboreando un yogurt mientras esperaba la infusión. Volvió a escurrirse entre las sábanas mientras anotaba en su pequeño cuaderno de notas sobre la mesa luz las tareas para el día y para el futuro. Casandra así lo hacía cada día. A veces anotaba obligaciones y otras veces, quizás para compensar, anotaba sueños.
Casandra. Así le había puesto Francisco porque decía que aunque a veces las cosas le salieran mal, él creía en ella y estaba convencido de que algún día las cosas le saldrían bien. Nunca supo ni alcanzó a decirle cómo, pero Casandra, al igual que la leyenda, tomó esas palabras como un oráculo que no era susceptible de ser cuestionado. Más bien resultaba una suerte de destino que había que ayudar a concretarse, como si se tratara de ponerle pequeñas alas a una paloma herida con ansias de vuelo pero sin cielo que surcar. De todos modos, pensaba ahora, no se había equivocado tanto: llegando a los 25 años ya tenía su título de abogada guardado en el cajón, que no simbolizaba el entierro del mismo, sólo que no era su afán andar alardeando sus conocimientos delante de cada persona que pisaba su departamento, motivo por el cual el documento se encontraba guardado y no expuesto en el comedor. También había logrado independizarse, salir de la casa de sus padres y con la remuneración de su trabajo pagar con cierta comodidad el alquiler de su techo. No pasó demasiado tiempo hasta que el implacable aroma de café en la cocina interrumpió sus pensamientos y recuerdos. Miró su yogurt vacío con la cuchara en la boca y sonrió al recordar las palabras de Francisco, que bromeaba diciéndole que seguro que consumía eso “para mantener la silueta”. Volvió a la cocina y volvió a la cama con café en mano y con intenciones de no salir de su habitación hasta que la lluvia le compense el cansancio.
Encendió la televisión para ver las noticias, que circulaban con la parsimonia de un borracho perdido en plena madrugada de domingo:
“Inminente reunión entre el gobierno y las autoridades rurales: estaría programada para el jueves. La intención del gobierno sería intentar llegar a un acuerdo pacífico (maniobra política en año de elecciones, pensó) que asegure la tranquilidad de la sociedad a largo plazo(…) Esta noche nueva emisión de la Copa Libertadores: River enfrenta en Quito a la Liga, en un duro choque que puede poner en riesgo su clasificación a la 2da fase (…) Asaltan a una anciana en el barrio de Pompeya: venía de cobrar su jubilación(…) Crisis en España: el gobierno hizo oficial el anuncio según el cual el PBI respecto al año anterior descendió más que en los últimos 20 años. Se temen despidos masivos en empresas multinacionales. La semana entrante el Congreso debatirá el nuevo plan económico para combatir la situación(…) Nuevos estrenos de la semana: después de largos años fuera de la pantalla grande, Sylvester Stallone anunció que producirá Rambo VII, VII, IX Y X; en el cine nacional, el espacio INCAA anuncia un nuevo festival para el mes de septiembre(…)”
Desilusionada con el nivel intelectual y mental que desprendía el aparato, le quitó el volumen y volvió a recostarse de costado, juntando las piernas, con una mano bordeando la punta de la cama.
Despertó algunas horas después, cerca del mediodía y observó que ya había dejado de llover. Volvió a la cocina, dejó el café y volvió a su cuarto.
Con la mirada clavada en el televisor se apuró a devolverle el volumen para oír la noticia:
“Caso Pedraza: se rumorea que fuertes amenazas provocaron la destitución del principal abogado de la fiscalía. Aparentemente las autoridades del caso buscan, a pesar del episodio, avanzar en la causa por asociación ilícita. Hasta hoy, el juez ha sobreseído a la doctora por falta de pruebas. Otro miembro de la fiscalía aseguró que llevarían el caso hasta las últimas consecuencias , mostrándose indignado por el dictamen del juez. Ampliaremos por la tarde con las últimas novedades(…)”
5. Bares y recuerdos
Nadie le preguntó ni dónde iba, ni para qué. Tampoco tuvo que dar explicaciones, no tuvo que pensar en nadie, ni resolver acertijos. Porque allí él estaba solo. Pero esta vez la soledad le parecía una suerte de privilegio obtenido azarosamente. Privilegio que estaba dado por la libertad que suponía su estado actual. Era la primera vez en su vida que se encontraba tan lejos de todo. Recordó la broma que escuchó en el mismo programa de radio que oía a la medianoche sobre la lejanía de la ciudad natal y el sentimiento de añoranza de cosas que estando allí no aparecían.
La Gran Vía le recordó a la calle corrientes, con sus teatros, sus comercios, la calle repleta de gente y ese murmullo que a su oído era extranjero pero extrañamente natural, como si de repente sus sentidos se hubieran amoldado al cambio.
Pablo sonrió al mirar su muñeca y no ver reloj. En ese momento, le parecía una soga, una atadura más que una ayuda.
Miró hondamente la altura de los edificios y se metió en el primer bar que encontró, aunque bien vale decir que fue selecto su criterio : el bar era discreto, de aspecto bohemio, sencillo, de luces bajas que no necesitaban más luz que la que ya venía de la calle. El panorama de allí contrastaba un poco con la modernidad del resto de los comercios.
Entró allí y dejó un Currículum, ante la mirada asombrada del viejo dueño del bar que se mostró sorprendido de semejante oferta. Déjeme ver, dijo el viejo, que lo miraba como si fuera un nieto volando con alas heridas y cara de perdido. Apreciación errónea que Pablo supo utilizar. Después de acordar algunos términos semi formales, el viejo dijo que iba a ver qué hacía y que le avisaría a la brevedad. El muchacho mientras tanto sonrió a la camarera y le encargó un café, cargadito y sin leche, que no era cuestión de enfriar semejante infusión divina en esa tarde de invierno. Tarde de invierno. Qué frío que hace, que lo parió, exclamó para sí. No le entraba en la cabeza que en pleno enero hiciera frío. Menos aún que la ciudad fuera un verdadero quilombo. Se quedó pensando cómo se diría quilombo en esa ciudad. Recordaba ahora el viejo diccionario de sinónimos en la biblioteca de su casa.
Ahora miraba por la ventana, agradecía a la camarera por el café y por su belleza y no perdió oportunidad para preguntar:
-¿Sos argentina también?
-Sí, vine hace un tiempito
- Qué coincidencia, yo también. Bueno, anda, a ver si te reta el viejo
- No pasa nada. Cualquier cosa avisame
Se sorprendió del encuentro, aunque no tanto, porque pensándolo bien, decía Pablo, está lleno de latinos en todas partes.
Ahora se lamentaba y espantaba mientras leía la noticia en el diario. Aparentemente, por ley, la policía tenía derecho a parar por la calle a extranjeros y revisar documentos. Ya se contaban varios casos. Se espantó de leer que el propio notificado decía que era “mejor si agarraban a marroquíes, puesto que éstos son más fáciles de trasladar”. Se alegró de tener sus documentos en tiempo y forma, y sobre todo encima. ¿Cómo puede ser -se preguntaba pablo- que estos tipos se pasen la vida echando a la mano de obra barata que precisan? Cuando no hay motivos pareciera que hay que inventarlos, ¿o estos estúpidos no se dan cuenta que si los rajan a todos no habrá lava copas, ni meseros, ni sudacas que vayan al puerto a cargar bolsas, ni mujeres que carguen las frutas en los mercados, ni, ni , ni , ni? ¿a quién le van a echar la culpa cuando todos los nativos tengan trabajo? Son unos hipócritas de mierda, tradicionalistas que se camuflan con discurso social y después te meten mano. Parece que todos los pueblos tenemos algo que aprender.
Lejos de querer amargarse la vida en su primer día, cerró el diario y volteaba las páginas de un libro de cuentos de Abelardo Castillo. Se sorprendía de reírse sólo y a carcajadas en el medio de un bar en Madrid a las cuatro de la tarde de una tarde de enero del Siglo XXI. La situación global le sentaba un tanto alienadora. Él no era él. Era un Pablo que se había despertado en el medio de su sueño más preciado y allí estaba, tan despierto que el sueño parecía mentira.
Ahora miraba a las mujeres que pasaban, maldijo el invierno y la cantidad de ropa que las damas debían llevar encima. Aunque el veranito de Capital, te la regalo, pensó.
Pidió la cuenta en el bar, llamando a la camarera.
- ¿Te puedo hacer una pregunta? ¿cómo se llama el bar?
- Casablanca. ¿No viste la película?
- Sí, sí la vi. Acá tenés. Quedáte con el cambio, seguramente vuelvo en estos días. Gracias
- A vos. Hasta luego
La camarera lo miró extrañada. El la miró con ganas de que no fuera una extraña. Con su tez blanca, la mirada fuerte y amable, aunque con un sesgo de tristeza que no se barnizaba ni siquiera con una sonrisa tan bella en esa boca pequeña.
Se cansó de recordar y de ver a Verónica en todas las caras. Desde ahora soy soltero, pensó, que se coman los cuernos entre ellas.
6. La impertinencia de Román
Habían pasado casi 3 meses desde su última visita, su presencia se había esfumado como el mismo viento que dejó la puerta cuando se fue de la casa de Mariela con demasiadas dudas. O quizás demasiadas certezas. Certezas que sabía difícilmente llegarían a buen puerto alguna vez. Pero Mariela nada sabía de eso, por no querer saberlo, no poder imaginarlo o simplemente, porque no le importaba. Por eso se sorprendió al abrir la puerta y verlo allí, nuevamente de pie frente a ella.
- Hola, ¿cómo estás? ¡cuánto tiempo! ¿te ha pasado algo?
- Me pasa algo, respondió Román haciendo más hincapié en el verbo que en el sustantivo al pronunciar
- ¿Qué pasa?
- Esto, dijo Román abalanzándose sobre ella e intentando besarla
- ¡¿Qué haces?! , dijo Mariela, sorprendida de lo sucedido, espantada de perder a un amigo, extrañada por el manejo de la situación.
- Hago lo que siento
- Pero Román…
- Sí, ya lo sé. Ya sé que no has olvidado a Francisco, pero él no va a volver
- Qué injusto lo que dices, ya sé que no va a volver, ¿me tomas por tonta? Pero no esperes que ya haya pasado página. Y esta no es la forma Román. Vete por favor
- Mariela…
Mariela no respondió al pedido y cerró la puerta lentamente, casi sollozando al cerrarla y definitivamente llorando al sentarse en el suelo con esfuerzo, debido naturalmente al refuerzo que llevaba dentro suyo. Ya tenía 6 meses, y sin embargo la vida sin Francisco le parecían años. Ahora se sentía triste, hasta desconsolada de perder a un amigo, que la trataba bien y la acompañaba en un momento difícil y solitario, pero que de repente cometía la impertinencia de acosarla de esa forma. Porque para Mariela se había comportado así: de manera acosadora.
Por otra parte, en su mente no estaba concebido la posibilidad de estar con otro hombre. Tenía pocos principios claros, pero aquellos de los que estaba segura, los respetaba a rajatabla. Para ella el sólo pensar en tomar contacto con otra persona le producía nauseas. Sólo pensar en ser acariciada por otro hombre y llevarlo a la cama le suponía una suerte de aborto del niño (ahora ya sabía que sería un niño) que llevaba dentro y que para ella era el único abanico de ilusiones que su vida tenía. También el único cordón umbilical que sostenía su vínculo con Francisco.
Su contradicción básica de vida radicaba en el hecho casi tortuoso de saber que él nunca más estaría en su vida y en la felicidad diaria de saber que hasta el último día de su vida vería en la cara de su futuro hijo al hombre que más primaveras le había regalado. Ya no se lamentaba ni reprochaba a sí misma lo hecho. Se había perdonado unas cuantas veces sin necesidad de rezar un Padre Nuestro y ésta, quizás por cuestión de supervivencia, no era la excepción.
De a ratos pensaba en que alguna vez necesitaría a alguien, pero no en ese momento. Tampoco dejaba de preguntarse cómo Román no había preparado el terreno de otra manera. O incluso haber planteado la situación de manera diferente. Quizás en esa situación, pensaba Mariela, hasta hubiera razonado la futura idea de esperar a estar lista para eso. Por un lado se lamentaba de que actuara así y comprendía y hasta se sentía halagada. Por otra parte odiaba y maldecía a su amigo por comportarse así.
Cansada de llorar se levantó, sonrío para sí misma y se miro al espejo. Levantó la larga camiseta que cubría su cuerpo desnudo (si me viera, se detuvo a pensar) y acarició su vientre un buen rato, en una suerte de ritual que contribuía a la calma de ese cuerpo con dos vidas. Luego, cumpliendo con otro de sus rituales, se acomodó en la cama y buscó en su mesita de luz la carta de Francisco. La única carta que tenía, y también la última. Más que un elemento recordatorio de un adiós para Mariela resultaba una suerte de eucaristía que en vez de hacer reaparecer al hijo del Señor, hacía reaparecer a Francisco, y eso, sin duda, era un milagro que para ella no dejaba de repetirse y que, lejos de suponer dolor, constituía una de sus pequeñas ofrendas y alegrías diarias.
En el último tiempo no le encontraba nada nuevo. Como una película un tanto repetitiva donde no observaba ninguna diferencia. Quisieron sus celos o su curiosidad que el nombre de Lucía sonara en su mente como si lo leyera remarcado en negrita. Observó que por si alguna vez deseaba comunicarse, Francisco le había dejado (amén de las cuestiones formales de envío) los datos de Lucía. Con un atrevimiento que superaba su capacidad de comprensión (o de auto-comprensión) tomó el teléfono y marcó el numero con prefijo incluido. Contestó una voz, por supuesto desconocida, y Mariela respondió:
-Buenas tardes, ¿podría hablar con Lucía por favor?
-No, Lucía no vive más aquí. Ahora está viviendo en Madrid, ¿quién le habla?
7. Los dados sobre la mesa
Con una sensación de sentirse sin patria, ese lugar tan abstracto que se conoce cuando no se está allí, Lucía tomó a Agustina en brazos y mostró los pasaportes. Ningún problema, que tenga una feliz estadía y hasta luego.
Salió del aeropuerto con los ojos entreabiertos, divisando la luz matutina de Madrid, oyendo un murmullo extraño. Tan extraño como todo lo que observaba en este momento. Dejó la maleta en el suelo, también a su hija y encendió un cigarrillo que fumó como siempre a pitadas cortas mientras observaba el horizonte.
- ¿Nos vamos a quedar acá?, preguntó Agustina con una claridad que enterneció a Lucía
-Qué bien que estás hablando mi amor. No, ahora seguimos
-Estás linda mami
Lucía le agradeció el cumplido acariciándole la mejilla, mirándola con ternura y mirándola profundamente con sus ojos oscuros, sinceros, cargados de vida y con vida cargada. Quizás por eso se sentó. La sensación física era la de necesitar quitarse pesos de encima. La sensación mental era de irrealidad, de no estar ahí, en otro lugar, lejos de su vida y cerca de otra. Sonreía sorprendida del comentario de su hija y acomodaba su pelo también oscuro. Lucía se sentía linda, sólo que pensaba que la vida no le había dado tiempo para estarlo tan a menudo como ella hubiera querido. Pasando el umbral de los cuarenta podía caminar dándose el lujo de llevar polleras o pantalones cortos con una mirada casi envidiosa de las muchachas que la miraban con recelo al ver que los muslos de Lucía valían más que su juventud. Quizás se trataba de su espíritu, porque no negaba ni su edad ni el paso del tiempo. Al contrario: lo agradecía. Con orgullo aunque a veces con tristeza caminaba firme y decidida, femenina y con una sensualidad inintencionada que le surgía de algún lugar. Lo cierto es que con una silueta que ni alcanzaba ni sobrepasaba las medidas socialmente aceptadas, Lucía lograba llamar la atención. Excepto a ella, que no veía nada extraño en su comportamiento.
Pensando que ya habría tiempo para vestidos anchos y minifaldas con algún afortunado caballero (la fortuna será mía si encuentro yo al caballero, pensaba), tendió la mano a Agustina, tomó las maletas y caminó hacia su casa, que, según el mapa que llevaba en la cartera y las indicaciones de su amiga que le prestaba el techo, quedaba a unas pocas cuadras.
La palabra le sonó extraña cuando un oficial le dijo que su lugar de destino quedaba a 500 metros.
-¿Tenés ganas de conocer la casa?
- ¡Sí! , contestó Agustina con una frescura y alegría que parecía fuera a conocer Disneylandia
-Muy bien, ahí vamos entonces, dijo Lucía sonriéndole.
Agustina saltaba de alegría y caminaba hacia la esquina con un paso infantil y con cierta torpeza que hacía emocionar a Lucía, con los piecitos casi enredándose y con la seguridad que se le caían las monedas del bolsillo y Agustina quedaba con los brazos abiertos mirando perpleja hasta recuperar el equilibrio y seguir camino como si nada pasara
- Quedáte ahí Agus, dijo Lucía cuando la vio llegar a la esquina
Agustina obedecía, por suerte para Lucía, casi siempre sin escándalos. Se había acostumbrado al difícil trajín impuesto sin querer por su madre y resultaba difícil desencajarle los esquemas, sencillamente porque no los tenía.
La casa resultó amplia, modesta pero cómoda para los pocos y pequeños habitantes que tendría, bastante luminosa y, por suerte para Lucía, con un amueblado bastante rústico, con muebles y sillas de madera, tapices de estilo indígena en las paredes y una decoración discreta con cuadros egipcios y otros retratos dibujados por alguien cuyo nombre no le era familiar. Lo primero que hizo fue llamar a su amiga Natalia para agradecerle el favor. Quedó con cierta alegría de sentir que esas paredes la abrigarían al menos por un buen tiempo.
Luego llamó a Paula, para corroborar que todo fuera según lo acordado
- ¿Todo bien por allá? ¿alguna novedad?
- Todo bien, no hubo noticias de Pedraza más que las judiciales, aparentemente quedaría absuelta por falta de mérito
- Sí, eso lo sabía, pero acabo de llegar, no me quiero meter en ese quilombo otra vez, necesito algo de paz, después vemos qué hacemos. Avisame sólo si hay algo importante por favor, ¿dale?
- Bueno. Espero estés mejor y puedas empezar de cero. No te olvides de mí eh
- Jamás. Gracias por todo, en serio
- Por favor, no hace falta, con lo que sabés que te quiero. Ah, me olvidaba, llamó una tal Mariela preguntando por vos
- ¿Mariela? ¿en serio?
- Sí, ¿la conocés?
8.El triángulo isósceles
Sin dar demasiadas explicaciones, Lucía colgó el teléfono con una sensación extraña. Desde la muerte de Francisco prácticamente no había tenido noticias ni sucesos que lo recordaran demasiado. Tampoco hacía demasiado esfuerzo por olvidarlo, tarea que consideraba ardua tirando a imposible. Pero el saber de Mariela la hizo sentir rara. De repente pensaba nítidamente en Francisco, en la poco habitual aparición que había tenido en su vida y en la menos habitual relación que habían tenido. Se sentía acongojada de haberlo disfrutado tan poco, triste de pensar en la fugacidad de las cosas, incluso de la vida humana. Parece que era cierto eso de que la muerte anda en secreto, pensó. En el fondo lo que más turbaba su pensamiento era la sensación de no haberlo conocido demasiado. Visto desde afuera, pensaba, era un vínculo que no encajaba. Él, que claramente mostraba una satisfacción por las relaciones estables, eligió un vínculo azaroso, pasional, cariñoso, sin promesas, sin certezas y, sobre todo, sin demasiadas explicaciones. Quizás el tiempo no lo había favorecido, pero a Lucía le resultaba una incógnita que, sentía, quedaría por siempre en su cabeza.
Por eso tal vez el llamado de Mariela, más que una carga más a su espiral de sentimientos, resultaba una suerte de acueducto en un río que se le había secado de respuestas. Tomó el teléfono y su agenda con la intención de llamarla, pero de repente sintió un impulso irrefrenable de no hacerlo. Su (quizás excesivo) respeto por la relación que Mariela y Francisco habían tenido no le permitía entrometerse, a pesar de tener derecho formal de responder un llamado que no tuvo respuesta de su parte. Con lo cual se dispuso a esperar que se vuelva a contactar. Avisó a Paula que de producirse nuevamente el episodio, la llame a ese número nuevo que ahora tenía.
Ahora pensaba en la pequeñez del mundo. Había una decena de hospitales donde Francisco podía ir a parar, y fue a parar al suyo. Existían mil hombres con los que Mariela podría haber engañado a Francisco, y resultaba que se trataba de su ex marido. Había miles de ciudades donde Mariela podía vivir, y resultaba Madrid. También miles de ciudades tenía el mapamundi desplegado sobre su cama, y los dados se dispusieron en esa misma ciudad.
Ahora se reía pensando que ambas habían tenido una relación corta con hombres cuya edad poco tenían que ver con la suya. Para Lucía no resultaba un complejo. Nunca le había puesto etiquetas a los sentimientos ni cerraduras mentales a los candados amorosos. Simplemente ponía la llave donde creía que era correcto y dejaba que el paisaje de la habitación abierta le brindara nuevos aires.
Pero ahora se lamentaba pensando en el extraño triángulo que habían formado, donde ella claramente sentía que no terminaba de encajar. Era conciente de que no había actuado en mala ley, e incluso le parecía que había estado en todo el derecho de hacerlo. Sin embargo, era la fortaleza de los vínculos de una y de otra con Francisco lo que no le encajaba en su abanico sentimental. De alguna manera, pensaba, ellos con sus problemas habían tenido una relación con todos los elementos del cuento. En cambio ella había tenido introducción y desenlace, pero le faltaba el desarrollo. El argumento lo tenía claro, pero en el camino de postas ella sentía que le faltaban algunas boyas y se ahogaba en el río largo de sentimientos desencontrados.
Quizás, pensaba, Mariela sería un buen faro para alumbrar ese camino, si bien sabía perfectamente que lo único que lograría con eso es tener un cuadro más o menos completo de un rompecabezas que ya no se fabricaba más en ninguna parte del mundo.
Por otra parte, formaban un triángulo extraño. Un triángulo isósceles, pensaba Lucía, con dos lados iguales y uno diferente. Yo soy el diferente, decía casi insultando y con la bronca que supone el desahucio de lo inevitable y, pero aún, de aquello que desde el vamos no se puede modificar. Eso que en el puzzle de Lucía era ni más ni menos que el pasado.
Miró la ropa en el armario, los dados del mapamundi ahora sobre la mesa, las manos de Agustina jugando a armar un barco con unas piezas moldeables, la luz que llegaba por todo el comedor, el viento que rugía en las afueras de esa ciudad, los andamios de la estación de La Latina que, según parecía, estaba en obra, algo que en una ciudad no le resultaba extraño, menos aún si la comparaba con Buenos Aires, llena de baches, embotellamientos y veredas (ahora debía decir aceras y también decir atascos).
Cansada de dibujar pensamientos que a esa altura le resultaban inconducentes, guardó la agenda en la mesita de luz, puso el teléfono inalámbrico en su lugar y tomó a su hija por la espalda, haciéndole cosquillas y besándole las mejillas ante la sonrisa de Agustina que abría la boca y miraba sorprendida de todo lo que observaba, en un gesto tan infantil y genuino que conmovía y amortiguaba el despecho de Lucía. Llevándola de la mano a la cocina, la sentó en la mesada y mientras le enseñaba pequeños pasos de cocina, tan complejos como romper un huevo dentro de un bol o revolver una mezcla para tortilla, Lucía pensaba que después de todo no sería tan difícil su estadía en Madrid
9. El cielo abierto de Casandra
Como todas las mañanas de lunes a viernes, Casandra apagó su despertador y se quedó diez minutos más en la cama. El sol radiante y la temperatura que alcanzaba los 36 grados le interrumpieron ese privilegio y se levantó de un tirón con cierto dejo de molestia. Desayunó su clásico yogurt y un café y se dirigió a la ducha también habitual. No por esquemática ni exceso de rutina, simplemente hacía eso una y otra vez casi por imposición de la propia vida que ahora llevaba. La ducha, por otra parte, resultaba su segundo despertador . La sinapsis cerebral comenzaba al mismo tiempo que la caída de la primer gota de agua sobre su pelo largo, lacio y ahora rubio. Con un pantalón formal y una camisa clara cuyo primer botón decidió desabrochar astutamente, salió a la calle a esperar el colectivo en la avenida Directorio.
Llegó puntualmente al trabajo y allí estaba su jefe, mirándola con cierto descaro pero con una amabilidad que empañaba la sagacidad visual así como la elegancia y la formalidad de su vestimenta. Casandra, como toda mujer, sonreía para sí misma dándose por observada sin poner en ridículo a su jefe ni en peligro su contrato temporal.
-Como podrás ver, decidimos darte un lugar más amplio para trabajar y más cómodo, dado que ahora vas a necesitar un poco más de tiempo y de concentración. Cualquier cosa que necesites, como siempre, me podés pedir a mí o a Matías, que siempre anda por ahí. Hablando un poco más entre nosotros, el caso viene medio jodido, pero como vemos que tenés capacidad y voluntad para trabajar te lo asignamos. Supongo que estarás al tanto del caso Pedraza
- Sí, claro. Escuché que la sobreseyeron por falta de mérito
- Exacto. Pero con algo la tenemos que poder engranpar. Si te parece bien, yo sugiero que usemos una táctica silenciosa. Nada de aparecer en los medios haciendo declaraciones ni dando demasiadas pistas. La fiscalía nos dio el caso, yo te recomendé y estuvieron de acuerdo. Espero que puedas y podamos aprovechar la oportunidad
- Claro, respondió Casandra. Voy a hacer todo lo posible, quedate tranquilo. Para mí es una gran oportunidad.
Pronunció esto levantando la vista pero por la postura de su cuerpo , sentada, miró ya con cierta indignación la mirada de su jefe, ante la cual puso su mano a la altura de su cuello simulando rascarse y tapando con su mano el primer botón desabrochado de su camisa. Su jefe desvió la vista simulando cierto aire pensativo y siguió con su explicación
- Por ahora no tenemos nada respecto a la mala praxis, y si hizo lo que hizo debía tener un buen respaldo. De esa parte nos ocuparemos nosotros, quiero decir, de contactar y presionar un poco sobre sus viejos contactos y ver cómo va el ambiente. Si no viene muy pesado, de a poco te lo vamos a ir delegando. Pero la idea es que trabajes sobre el caso mismo, revisando bien los expedientes y viendo si hay algún detalle o cabo medio suelto que se pueda atar y atacar desde ahí.
No la conociste, pero soy amigo de Lucía. Es por ella casi que estamos haciendo este esfuerzo. O al menos yo.
- Lucía, ¿la doctora?
- Sí, ¿la conocés?
- De palabra casi, por un amigo en común
- No me digas que Francisco, dijo el jefe
- No, no, respondió Casandra con un tono que hasta sonó sincero pero que a ella le retumbó hasta la médula, sin entender por qué había mentido con tanta naturalidad sin necesidad concreta de hacerlo
- Bueno, paso más tarde a ver cómo va todo. Te dejo tranquila. ¿Querés un café?
- No, gracias, tomé hace un rato.
- Muy bien, hasta luego entonces
- Hasta luego
Casandra sonrió al verlo irse detrás de la puerta. Después de todo había logrado ganarse su simpatía en poco tiempo y si bien le abrumaba un poco la sensación de sentirse observada y también presionada, estaba orgullosa de conseguir en tan poco tiempo un caso importante para su carrera y también para su conciencia. Después de todo, su relación con Francisco también ameritaba un esfuerzo que ella consideraba merecido.
Al terminar la jornada, salió a la calle tras saludar a todo el mundo con una sonrisa amable que rozaba la banquina de la sinceridad y se dirigió a su casa nuevamente a preparar algunos papeles para el día siguiente, en el cual debía concurrir al hospital para corroborar algunos datos con Martín, aprovechando la ausencia de Pedraza en la institución después de su destitución hasta entonces temporal , a partir de su polémica y controvertida problemática con la justicia.
10. Cambio de vida
Con una felicidad tranquila que estaba segura de no sentir hace años, Lucía cerró la puerta del bar y caminó por la Gran Vía a pasos tranquilos pero un tanto inquietos de alegría. Se había hartado de la medicina. La experiencia en Buenos Aires le había supuesto demasiados conflictos como para volver a ejercer la misma profesión. Si bien consideraba que seguramente no sería lo mismo, estaba cansada de la exposición ante los pacientes, del peligro de ser castigada judicialmente, del maltrato de los pacientes que con razón se quejaban hace horas de estar esperando.
No lo supo hasta no tener su primer entrevista como médica clínica en un hospital alejado del centro de Madrid, cuyo aire ya le resultó casi nauseabundo. No porque así fuera, sino porque no quería ver nunca más un pasillo ni una sala de espera. Al menos por un tiempo. Las heridas y molestias estaban demasiado visibles y no estaba dispuesta a abrirlas por error o accidente, que últimamente abundaban en su pequeño mundo.
Como siempre llamó a su amiga Natalia para comentarle, y si bien la entendió, se mostró un tanto extrañada de su decisión. Le costaba entender cómo había rechazado la oferta, teniendo en cuenta que nunca en Buenos Aires le hubieran pagado esa suma y que con ese sueldo podría vivir holgadamente en su nueva ciudad. Pero a Lucía nunca le interesó el dinero. Prefería vivir tranquila y tener tiempo para Agustina, dedicarle la atención que no había podido brindarle en los últimos meses y cambiar de vida, tener menos complicaciones ,una vida social un poco más activa, un trabajo que requiriera menos esfuerzo físico y mental, que le permitiera relacionarse con seres humanos un poco más relajados y, por qué no, de encontrar algún hombre que le devuelva la esperanza. Aunque por ahora no estaba avizorando eso en su horizonte. Se conformaba con pensar en sus tardes libres mirando a Agustina, cocinándole sus platos favoritos o acostarse a ver una película de niños bebiendo jugo de naranja preparado especialmente para niños, es decir, con una buena cantidad de azúcar que resultaría imposible de soportar para un adulto.
En realidad, se conformaba y hasta deleitaba pensando que tendría más tiempo para no pensar. Después de todo, pensaba, se lo merecía. Ya había tenido bastantes penas durante toda su vida como para agregárselas gratuitamente teniendo la oportunidad de modificarlas. Aunque vale decir que sus modificaciones eran continuas. Quizás porque vivía sin esquemas y ahora sin tantos relojes, quizás porque sus respectivos presentes le hacían tomar decisiones apresuradas aunque oportunas, o tal vez porque no concebía estar quieta. Pero llegando a los cuarenta con buena entereza y con promesas de mejoría, Lucía sentía que era hora de empezar a sentar cabeza y cimientos. Por ahora, al menos en su mente, tenía ambos.
Siguió su rutina habitual y se acostó temprano para poder estar bien despierta al día siguiente, en su primer día de trabajo.
El bar resultaba sencillo, discreto, cálido y con una concurrencia lo suficientemente razonable como para esperar ganancias y buen ambiente, sin tener que partirse las neuronas con el griterío multitudinario.
De mañana no había mucha gente y miraba por la ventana y a los clientes. Una chica de unos veinte años dibujaba con lápiz algunos garabatos que ella no alcanzaba a discernir y que identificaba con naturaleza muerta. La encontraba bella, con el pelo ondulado y largo, que parecía suave y perfumado. De lejos divisó los ojos color almendra cuando con la mano le hacía señas de querer otro café.
Con cierto susto hizo tambalear levemente la bandeja cuando un chico distraído se le cruzó por delante. Se perturbó un poco al ver que venía a ofrecer un Currículum para trabajar. Se quedó un poco más tranquila al ver que el viejo dueño lo iba a pensar, lo cual casi siempre suponía que no habría otro empleado más. Se quedó más tranquila aún al oír que el viejo le decía que no tenía qué temer, que de necesitar a alguien más lo haría sin tocar su puesto.
Caminó hasta la mesa y sonrió al ver que el chico al menos le daba charla. Además, era argentino, lo cual le hacía sentir un poco más cómoda y cercana, si bien no extrañaba nada de su país.
Ahora lo miraba, porque no había más clientes que atender. Escribía intermitentemente mientras sorbía con exquisitez su café como si fuera agua bendita. Parecían poemas para Lucía. Ahora no se convencía demasiado porque sacaba del bolso un libro de Foucault y otro de Bourdieu, que según alcanzó a ver tenía algo que ver con la ciencia o el método científico.
Sorprendida más aún de su distracción, Lucía le explicó que el bar se llamaba Casablanca, como la película.
Pablo se retiró caminando nerviosamente y con aire extrañado, al igual que Lucía, que ahora lo veía irse.
No pudo evitar ver en él el paso de Francisco, quizás por su juventud, o por el pelo y los ojos oscuros y llenos.
Volviendo hacia el mostrador para dejar la bandeja con las tazas de café, Lucía pensó que no era tiempo ni forma de volver a esas andanzas. Le amortajaba la sensación de que el último chico de esa edad que había conocido, ahora no estaba.
11. Nuevos pares
Tras recibir el llamado del viejo, Pablo acudió al bar Casablanca con buenas expectativas, puesto que no esperaba recibir noticias tan pronto y con ganas de no repetir la historia que daba nombre a ese lugar.
-Bueno chaval, ¿puedes venir por la mañana aquí? Necesitaría que estés hasta las tres. ¿Puede ser?
-Sí, cómo no. Estudio por las tardes así que no es problema. Vengo mañana mismo si quiere.
-Vale. Pero no te retrases porque tendremos problemas. Me gustan las cosas claras y limpias. Que allí de donde vienes son bastante ligeritos
-Bueno, no todos…
-Ya, deja de discutir y ven mañana, ¿sí? Ella es Lucía, trabajará contigo también como camarera. Intenten no chocarse demasiado
-Sí, nos conocimos ya, dijo Pablo mirando y saludando a Lucía. Un gusto, hasta mañana. Ah, ¿antes podría tomar un café?
- Sí, claro, respondieron al unísono el viejo y su futura compañera
Antes de sentarse miró el resto del bar. A su lado un joven escribía y escribía notas sin cesar en un estilo que parecía literatura. Cuando se acercó a preguntarle qué era por curiosidad, el joven respondió de mala gana y lo mandó a ocuparse de sus asuntos, en términos que no le sonaron familiares ni agradables. Miraba al resto del mundo y anotaba, sin cesar, como un pintor que mira su maniquí.
No pudo resistir y preguntarle al viejo:
- Ah sí, escribe siempre. Es un poco fanfarrón pero es buena pieza, hay que ablandarlo un poco nomás. Escribe buenas cosas, todo sobre lo que pasa aquí. A veces pinta también.
Volvió a su mesa. Al fondo una chica joven dibujaba con una pluma alguna clase de naturaleza que a él le resultaba difícil de entender, como casi todo dibujo que se representara en un papel. No era lo suyo. Sí era lo suyo observarla, vestida de marrón con una falda hasta las rodillas, el pelo apenas recogido y de colores poco nítidos pero agradables, la mirada perdida en la ventana, el papel y el escaso horizonte que dejaba la ciudad a la vista, con el oído atento a las mesas, las manos sin soltar la pluma, como si se le fuera a perder. Cambió de lugar y se fue cerca de su mesa. No encontró un solo tema de conversación, estaba sola y no esperaba a nadie. Se sentó en la mesa contigua contra la ventana. La miró durante media hora y Lucía tuvo que interrumpir la escena al llevarle el café.
-Mañana te va a tocar a vos
-Sí, con gusto. Me alegra ver un compatriota por acá
- ¿Compatriota? ¿no será mucho? ¿tan patriota sos?
-Es un decir, tranquila. Gracias
- No, de nada
Siguió mirándola hasta que captó su atención, pero ella le devolvió la mirada y luego la esquivó. Sonrió con una timidez que lo conmovió y se encontró a sí mismo reencontrándose con ese curioso e irrefrenable acto de mirar a una mujer. Se perdía en sus ojos almendrados que podía mirar una y otra vez sin que ella lo mirara; entonces recorría cada instante. La forma en que ésta se correspondía con el trazo de una pluma que, ahora dilucidaba, parecían animales.
Pidió la cuenta porque el café hacía rato que se había consumido y ya debía irse.
No pudo evitar acercarse a la muchacha y preguntar:
-¿Qué dibujas? ¿qué son esos animales?
-No son animales, dijo ella en un tono amable y con una mirada que daba a entender que el muchacho entendía aún menos de lo que pensaba. Son mariposas. Y otros no son nada. Simplemente dibujos. ¿Por?
-No, por nada. Simplemente me resultó curioso.
-Me gusta la curiosidad
-A mí también
-Coincidencia
-Sí, coincidencia. Por cierto, me llamo Pablo. ¿Vos?
-Camila
-Bueno Camila, nos vemos
Con una sonrisa se retiró del bar, con la certeza de volver al día siguiente y con la esperanza de haber robado al menos una sonrisa.
12. Otro mundo
Pablo abrió de par en par la ventana del hotel y las cerró casi instantáneamente. Poco había que hacer y sobre todo poco tiempo. Se vistió como siempre con lo puesto y se marchó a la universidad.
El aspecto de la U.A.M lo dejó más sorprendido que encantado. Un universo, esto de universidad no tiene nada. Edificios enteros, campos de deportes, más de cuatro entradas diferentes, puertas y más puertas que llegaban de un sector al otro. Poco tenían que ver con su concepto de universidad, edificio parecido a un bunker, pequeño, agradable y lleno de carteles y consignas políticas de partidos de izquierda con los que no simpatizaba demasiado pero al menos conocía. No había papeles ni panfletos, ni mujeres paseándose con camisolas y sonrisas. Sí había centenas de estudiantes que bajaban por escalinatas imponentes al mejor estilo de película norteamericana.
Le tomó una hora y media encontrar el aula donde empezaría a cursar su carrera de Ciencias Políticas, cuyo tema consistía ese día en la problemática del control social según Elias y Foucault. Un aula gigantesca que no tenía parangón en su país, llena de butacas, todo con una presentación de museo, computadoras portátiles, altavoces y más y más personas vestidas para la ocasión, que él no terminaba de entender cuál era.
No podía dejar de sentirse observado, le resultaba imposible creer que alguien que no hablaba con acento español ni vestía a la usanza habitual no fuera remarcado por los demás. Sin embargo no era así. Se alegró cuando una muchacha le preguntó si el asiento estaba libre y para él, siempre lo estaba si se trataba de una muchacha, más aún si hablaba con ese tono que no dejaba de admirar.
La clase resultó tan esquemática y aburrida como todas las primeras clases en cualquier lugar del mundo. Tratamiento burocrático y administrativo de la materia, un programa con las consignas, modos de evaluación y a empezar con el monólogo del gran Decano, de voz claramente fumadora y pocas ganas de estar ahí a no ser por la imposición que su oficio le exigía.
Salió de clase apabullado, más perdido que expectante. Miraba hacia todos lados con la sensación de estar en un gran lugar cuya importancia él no alcanzaba a valorar.
Se sentía mas entusiasmado por la vida en la ciudad que por la vida en esa institución que le brindaría la supuesta formación necesaria para volver con título, diploma y coronita a su malquerida Buenos Aires.
Allí se sentó y pensó en Verónica. En su adiós, en el filo de la navaja del olvido rozando su mejilla, sin cartas para mentir ni fichas para apostar. Se había terminado, tan de repente y tan inevitable como una cordillera. Verónica no tuvo mejor idea que marcharse a Israel a conocer a sus parientes de toda la vida en el momento que ella constituía buena parte de la vida de Pablo, que no pudo ofrecer más que buena suerte, porque ni siquiera quiso ella invitarlo en su proyecto. Así de insoportable recordaba Pablo su adiós, su despedida, ese dolor amargo, metálico, con un calendario vacío que no tiene días que tachar, sin esperanzas ni futuro. Quizás por eso la monotonía le daba náuseas: necesitaba vivir como una prenda dentro de un lavarropas, moverse permanentemente hasta que la propia vida quisiera centrifugarlo y mandarlo a secarse al sol a sentir nuevos aires.
Todavía le faltaba tiempo de maduración. El horno no estaba para bollos, pero nadie le impedía seguir mirando, y así miraba las piernas de las muchachas que bajaban hablando en un murmullo acogedor, o incluso en la mirada esquiva de Camila, que a pesar de todo le resultaba sincera, tan efímera como el diálogo que habían tenido, pero sin embargo podía verla, imaginarla encendida en el cristal de esos sueños que trazaba con una pluma esmerada y paciente sobre un papel que esperaba con ansias el nuevo recorrido.
Todavía tenía una buena pila de hojas cargadas de contenido poco romántico, como las formas de dominación en la Edad Moderna, el nuevo rol de la corte como institución legitimadora o la ya mencionada forma de control según distintos especialistas.
También tenía un nuevo trabajo al que asistir al día siguiente, con un jefe viejo, simpático y aparentemente autoritario que sin embargo le ofrecía, según él, un trato que nada tenía de despreciable.
Un tanto abrumado, se levantó de las escaleras y volvió lentamente caminando hacia su hotel.
13. Número equivocado
-Me voy a duchar, dijo Alejandro con beso mediante mientras se levantaba desplazando las sábanas húmedas de una noche fría de clima y cálida de cuerpos. Llego tarde.
No había nada de extraño en eso. Todas las mañanas de su vida, a las 8.45, con la presencia o no de Camila, Alejandro iba hacia la ducha con el automatismo propio de la rutina, no sólo de la vida sino del cuerpo.
Por algún motivo que desconocía, Camila esa mañana se quedó más tiempo del habitual en la cama, soñando con un futuro mejor, una convivencia con el hombre que todavía dejaba su estela en su cama cada vez que se levantaba y empapaba la nariz de ella, que quedaba en silencio y hermosa, como toda mujer que cierra los ojos de mañana.
Alejandro tampoco llegaba tarde. En seis meses nunca en su vida había llegado tarde. Tampoco lo hizo esa mañana. No tenía forma de llegar tarde si sólo tenía que caminar unas cuadras y salía con una anticipación que hacía suponer que esperaba el vuelo de su vida. Pero en la neblina del sueño, el llegar tarde pasó de tarde como colectivo lleno por los oídos de Camila, que ahora se despabilaba con el tono, y qué tono, del teléfono de Alejandro, en cuya pantalla se leía la leyenda: “Nuevo mensaje de texto”.
-Mi amor, ¡teléfono!, gritó Camila como si lo fueran a prohibir
-Dejá, después atiendo, contestó Alejandro en un tono hasta creíble
Hasta largos meses después Camila se preguntaría e insultaría a cuanto viento se le cruzara por delante. El mismo que en ese momento le hizo pulsar el botón para leer el mensaje, cuyo contenido no resultaba alentador: “Mi amor, te espero en casa en un ratito. ¿Venís? Laura”
Acto seguido, Camila dejó caer el teléfono como si le hubieran anunciado la muerte de alguien. Su percepción no estaba tan desencajada: en ese preciso instante ella aceptaba con dolor la rotura del cristal, que diez minutos atrás parecía de mármol y meses antes parecía de hierro. Caía contra el suelo y cortaba uno por uno los proyectos, anhelos y deseos. Nublaba la retina y dejaba desnuda la mentira.
En el fondo, lo que lamentaba Camila era la forma. No tenía por qué enterarme así, pensaba. Así no. No pudo evitar cerrar el puño y contenerse. Pero nada pudo evitar que se marchara en ese preciso instante, con impotencia, con rabia, con tristeza, con rabia. Rabia de saber que era evitable, rabia de saber que era inevitable para ella, rabia de irse, rabia de quedarse, rabia de perder. Rabia.
No llegó ni a buscar la cinta que solía usar en su pelo, largo, voluminoso, bello, perfumado y nítido. Simplemente se fue.
Alejandro al salir de la ducha no se sorprendió demasiado, pero tampoco pudo evitar dejar caer el teléfono al suelo y maldecir exactamente lo mismo: que Camila se enterase así. No estaba demasiado convencido de haber estado planeando decirle el cómo, pero sí al menos el qué, aunque no fuera sólo en el fondo, y en ese momento, para lavar con excusas las culpas.
Camila caminó cabizbaja, llorando, lentamente y sin ningún rumbo. Después de acusar recibo de la cantidad de metros hechos, de las ampollas que se mezclaban con el frío, simplemente entró en el primer bar que encontró. No acusó recibo de su nombre porque no pudo, se sentó en la primer mesa que encontró frente a la ventana y se sentó. De su bolso sacó unas hojas, una pluma y dibujó con nervios y pausa un boceto que sólo ella comprendía. Tampoco prestó atención, quizás porque el acento le sonó familiar, cuando la camarera le habló en acento porteño preguntándole qué iba a tomar. Pidió un discreto té con leche y siguió con la mirada perdida.
Por la puerta ingresaba un muchacho que ahora hablaba con el viejo del bar.
La misma escena se repetía al día siguiente. Sólo que esta vez era el muchacho quien le servía, luego la observaba, más tarde seguía observándola y más tarde aún le preguntaba por sus dibujos.
Sólo cuando Pablo se retiró tras culminar su jornada laboral, Camila se animó a confesarse que le habían arrebatado una sonrisa, con la misma impunidad que tan solo un día antes le habían embargado la esperanza.
14. La prueba
Ya asentada en su nuevo trabajo y en su caso particular y comprometido, Casandra fue por un café. No se sorprendió al encontrarse a su jefe en el camino, que de seguirla como un detective no podía ser más eficiente.
-Casandra, buen día
-¿Qué tal? Buen día
-Bien, bien. Oime, necesito que te fijes con quién podés hablar en ese hospital para ver si te pueden tirar alguna data. No va a servir tanto porque seguramente estos tipos se ocuparon de no dejar demasiados testigos dando vueltas, pero quizás podamos atar algunos cabos. ¿Dale?
-Sí, quedate tranquilo. Ahora me ocupo.
-Perfecto, gracias
-No es nada, es mi trabajo
-Te soy sincero. Arriba están bastante conformes con lo que estás haciendo y por ahora levantaron el pulgar. Si hay algún ajuste o apretón de orejas te aviso lo antes que pueda, porque en estas cosas yo no puedo hacer más que informarte.
-Te agradezco. Igual yo no soy espartana, así que no te voy a matar cuando vengas con un mensaje. Pero gracias por el cuidado. Después te veo.
Casandra evitó prolongar la conversación. En algún lugar le reconfortaba saberse acompañada y hasta protegida, pero sabía que en cualquier lugar, especialmente viniendo de un desconocido y un superior, toda esa parafernalia diplomática era volátil. Si los fusibles tenían que saltar, saltarían. Tan simple como eso. Pensaba que podría ser peor, y tener que luchar contra el reloj y sus secuaces. Sin pensar mucho más volvió a la oficina y tomó el teléfono. Segundos después se recordó vagamente las palabras de Lucía, mencionando a un tal Martín. Poco tardó en encontrarlo en la pequeña lista que ella le había dejado en caso de necesitarla. Al fin logró comunicarse
-Hola, ¿Martín? Buen día, te habla la Dra.Castelanni, ¿cómo te va?
-Ah hola, ¿qué tal?
-Bien, gracias. Disculpame que te moleste, no sé si estás en horario de trabajo, pero como el caso está complicado prefiero mantenerlo lo más discretamente posible
-Entiendo, no te hagas problema.
-Ok. Perfecto. La verdad que necesitaba verte, así me podrías ayudar acercándome algunos datos. Si puede ser hoy, mejor
-Bueno, no hay problema. Paso por el centro después del trabajo. Dejame alguna dirección si querés
-¿Ubicás el café Martínez, en la calle Paraná?
-Sí
-Bueno, nos vemos ahí a las siete, ¿te parece?
-Sí, perfecto
-Bárbaro. Te agradezco. Nos vemos
-Chau, hasta luego
Las mismas voces sonaron más tarde en el café unas horas más tarde.
-Hola, ¿cómo estás? Gracias por venir
-No, de nada
-Bueno, ¿algo en especial para comentarme?
-Mirá, para comentarte tengo mucho. El tema es que no tengo nada que sea concreto. Tendría que hacer alguna clase de trabajo silencioso y buscar historias clínicas, ver cómo está el ambiente. Lo único que sí tengo es una grabación de ella amenazándome el día que Francisco se escapó del hospital.
-Bueno, ¿y lo podés conseguir?
-Sí, sí, lo tengo en mi casa. El tema es que ella tranquilamente podría alegar que él se estaba escapando y vaya uno a saber qué más
-Si es por manipular información, no te preocupes que para eso se inventó esta profesión. Te dejo el teléfono de la oficina por si se te ocurre algo más. Te agradezco nuevamente. ¿Sabés algo de Lucía?
-Lamentablemente no. Ya quisiera. Sé que está en Madrid y nada más. Nunca tuve tanta relación con ella tampoco. Pero si le hablás mandale saludos.
-Bueno dale. Gracias Martín, me tengo que ir ya. Cualquier cosa volvemos a hablar. Te llamo mañana para ver el tema de la grabación
Casandra cruzó la puerta. Martín se quedó mirándola con menos esperanza que ilusiones.
15. El primer café
-Anda vos si querés, yo atiendo al chico, dijo Lucía con una sonrisa
-¿Tan obvio soy?
-Y…
Pablo bajó la mirada, sonrió tímidamente, observó de reojo a Camila y de frente a Lucía, que caminaba hacia la última mesa donde se sentaba el muchacho que sólo escribía. Nunca se lo había visto hacer otra cosa. Escribía y escribía. Miraba a todas las personas del bar y tomaba nota aún a riesgo de acalambrarse la muñeca. Sólo hablaba con Lucía. Lucía tenía la suficiente paciencia como para quedarse un rato después de su trabajo escuchándolo. De paso aprovechaba y miraba de reojo algunos escritos en los que, efectivamente, se comprobaba su extraña y misteriosa conducta. Incluso aparecía el nombre de ella, del viejo, de Pablo, de Camila y de tantos otros que pasaban, merendaban, hablaban, se besaban, miraban, discutían, o simplemente pagaban su pedido.
-¿Qué tomás hoy?
-Un café, respondió Camila en un tono un tanto seco aunque habitual
Pablo volvió con una sensación extraña propia de quien espera algo más de lo que obtiene. Tomó la bandeja con un cuidado delicioso, sorprendido de que de tanto mirar el pelo de Camila no se le cayera al suelo.
Intentó tímidamente entablar alguna clase de conversación
-Acá está el café. ¿Qué dibujas hoy?
-Es una guitarra con forma de mujer
- Interesante. Te envidio, porque yo no sé dibujar nada
-Cuestión de intentar nomás. Más bien diría que todas las mujeres lo son. ¿Nunca pensaste que el cuerpo de una mujer desnuda, así, como en el dibujo, parece una guitarra?
Pablo se deslumbró ante la observación y pensó decirle que le gustaría tocar la discografía completa de Paco de Lucía en su cuerpo pero le pareció pronto y poco apropiado para el momento, con lo cual se contuvo
-Es cierto. Linda metáfora. Nunca lo había pensado, contestó Pablo maldiciéndose en cuanto idioma conocía por decir algo que a su juicio no decía nada
Sin embargo se atrevió a indagar:
-¿Hace mucho que dibujas?
-Sí, desde chica que lo hago
-¿Y siempre fuiste tan bonita?
Camila sonrió mirando hacia la ventana y volvió al dibujo. A veces Camila no necesitaba decir nada. A veces no decía nada. A veces decía lo que pensaba pero siempre pensaba lo que decía. No es que no le gustara lo que acababa de oír, pero simplemente callaba.
-Estando donde estoy, suena casi ridículo pero ¿te puedo invitar a otro café?
-Ya tomé recién
-No seas mala
-Soy mala
-Prefiero pensar que no. ¿Te?
-Bueno dale, dijo Camila en un tono que, otra vez, sonaba menos dulce de lo que pasaba por su mente
Pasó Lucía, pasó el viejo, pasaron miles de personas por la calle y Camila y Pablo seguían hablando. De la música, de la vida, del cine, de las coincidencias, de los amigos, de Verónica, de Alejandro, de la familia. Gradualmente uno y otro aprovechaban para desvestirse. Pablo se desabrochaba la camisa de la timidez. Camila se inclinaba mostrando un escote de sonrisas y palabras. Las mismas que le habían robado pocos días atrás. A Pablo ya le habían otorgado un gran préstamo en el banco de las ilusiones y gastaba piropos con la insensatez y espontaneidad de un borracho. Camila se había desafiliado y juntaba pequeñas monedas en su alcancía de recuerdos, las gastaba con cordura y racionalidad, mirando el precio. No era que se conformara con modestia, sino que todavía no estaba cómoda.
16. El segundo café
-¿Y? ¿Cómo te fue?
-Creo que bien
-¿O sea?
-Que parece que le caigo bien pero no sé muy bien lo que le pasa
-Tampoco seas tan pretensioso, la acabás de conocer
-Sí, pasa que a mi no me sale
-¿Qué cosa?
-Ser tan misterioso
-Bienvenido al universo femenino, pequeño. Hablando de Roma, ahí está tu guerrillera
-Sí, la trajo el viento parece. ¿Vos bien?
-Sí, todo bien. Che, ¿dónde estás parando?
-En un hotel, cerca de acá. Serán cinco cuadras o algo así. Quinientos metros, como dicen acá
-Yo tampoco me acostumbro a eso, pero bueno. Che no seas tonto, venite a comer un día si querés, así no la pasás solo todo el día y toda la noche. Debe ser un embole
-No tanto, me entretengo estudiando y escribiendo. Pero bueno, tengo en cuenta tu invitación, cómo no
El balbuceo del viejo interrumpió
-Oigan, pónganse a trabajar
-Bueno, después la seguimos. Andá, guerrillerito enamorado
Pablo se rió con una soltura que notaron algunos clientes. Sonrisa que calzó perfectamente en el anillo de camino hacia Camila, que le había hecho señas unos minutos atrás.
-¿Ya tomaste tu café, o te puedo invitar a otro?
Camila sonrió esta vez, con un gesto que conmovió a Pablo, que no pudo evitar acariciarle la mejilla
-No, no tomé, hoy estás buena
Pablo se ahorró la molestia de decirle que efectivamente así era.
Con el mismo paso que hacía varios días repetía, llevó la bandeja y el café. De poder hacerlo lo habría preparado él mismo sólo para tener un motivo más para esgrimir ante Camila.
La misma escena de varios días atrás y las charlas interminables que se extendió esta vez hasta bien entrada la noche, con la generosidad de Lucía haciendo malabares para atender a los clientes y convencer al viejo cabrón (así lo había bautizado a los pocos días) de no mirar lo que su empleado estaba haciendo con la única cliente que le importaba. El viejo despotricaba para afuera y sonreía para adentro. No dejaba de ser un empleado al que le tenía afecto. Es buena pieza, decía. Un poco distraído nomás. Lucía le sonreía y observaba de reojo la escena de la última mesa ubicada contra la ventana.
Camila seguía mirando y soñando detrás del cristal. La lluvia ahora empapaba el gran ventanal y la gente se abrigaba con ahínco en la Gran Vía. Pablo seguía invirtiendo cariño, bajándose los miedos hasta las rodillas. Camila compraba esperanza en las rebajas de enero. Esperanza que no terminaba de entender si la compraba para saldar la deuda del dolor o para ingresar nuevamente en el sistema de crédito. Creía y tenía ganas de creer. Pero las acciones subían y bajaban a velocidad exorbitante. Días atrás amanecía con su pareja. Días después se encandilaba más de lo que lo mostraba ante las palabras de Pablo.
-¿Siempre fuiste tan hermosa al sonreír con esa timidez, o estás practicando profesionalmente?
Camila se tomó la cara para tapar su sonrisa y en un gesto inesperado, agradeció
-Sos la ternura personificada
-Hago lo que puedo
-Podés bastante. Si no pudieras no me gustarías tanto, pronunció Camila en un tono tan dulce que hasta ella quedó sorprendida, atónita, sin demasiado convencimiento de haber pronunciado sus palabras en el momento adecuado.
17. La espuma del tercer café
-Hola gladiador, dijo Lucía abrazando a Pablo, que acompañó el espontaneo y cariñoso gesto de su compañera
-Bien, todo bien
-Si seguís tan bien vas a dejar de buscar novia y empezar a buscar trabajo. El viejo te va a matar
-Tranquila, hoy le hablo
-Me parece bien. Después charlamos
Pablo caminó con la bandeja una vez más, como tantos días que se repetían pero que para él resultaban siempre diferentes. Al ver a Camila, la atendió como siempre, pero contaminado por la responsabilidad
-Hoy me toca trabajar, el viejo me va a matar sino. ¿Podés venir a la salida?
-Sí, dale, no te preocupes
El resto de la tarde Pablo se dedicó a perseguir a Camila con la mirada mientras su jornada se consumía. Ella se fue antes saludando con una sonrisa y un discreto ademán con su mano izquierda, sosteniendo su carpeta cargada de dibujos y de sueños en la otra. Al terminar, Pablo entró en razones y se dispuso a explicarle al viejo que lo lamentaba y que desde entonces volvería a actuar como si fuera un camarero. El viejo maldijo e hizo comentarios contra los argentina, la nueva juventud y la efervescencia hormonal propia de sus tiempos. Pablo rió pero el viejo en vez de regañarlo le acompañó el gesto y le acarició la cabeza, confirmando la sospecha bien fundada de que la cáscara del viejo no resistía muchas cosechas.
-Aunque no lo creas yo también fui joven. Pero queda con ella más tarde, esto no deja de ser un trabajo chaval
El chaval se retiró con el aval del jefe, fue al baño a cambiarse el uniforme, riéndose pensando en cómo había podido seducir a una mujer vestido de esa manera. Se alegró de concluir que quizás para ella la ropa no importaba demasiado, a pesar de trabajar vendiéndola. La imaginó vestida con la lencería que vio en la esquina antes de entrar, blanca, discreta y con encajes, pero el reloj lo puso de nuevo en la tierra. Salió y allí estaba, radiante como si el día no le hubiera pasado por delante.
Pablo se tomó su tiempo y sus buenas palabras para expresarle que la quería, que se maravillaba ante cada gesto que hacía, con cada palabra que pronunciaba, que cada sonrisa le representaba un centavo más en la cuenta de su esperanza, que ella misma constituía todo su abanico de ilusiones, esas que había perdido el mismo día que se quedó varado en el aeropuerto con el humo de su cigarrillo en la boca, sin nada más que nada. Camila se tomó su tiempo para explicarle que le correspondía y que también dudaba a la vez de tanta vertiginosidad, de tanto vuelo. No es que le gustara estar en el suelo, sino que le costaba levantarse cuando se caía. Desde entonces volaba por lo bajo, aunque Pablo no lo percibiera. Porque Pablo sabía todo lo que podía saber, pero Pablo era Pablo. Entendía pero no articulaba su entendimiento en acciones. Si ella le pedía caminar despacio, él aceptaba y al instante la llevaba a volar por encima de cualquier ciudad, prometía ciento catorce ramos de flores en su pelo, doscientas veinte caricias a ritmo moderado hasta quitar cualquier vestigio de tristeza en el museo del cansancio. Camila aceptaba la oferta después de confesar que no tenía solvencia ni respaldo para ningún préstamo. Pablo aceptaba el pago al descubierto sabiendo que al tomar café con ella también debía cargar con la borra de los anteriores. Pero el aroma que desprendía hacía imposible la reticencia e impulsaba el irrefrenable deseo de saborear la espuma. Con el mismo deseo y la misma sinceridad que en ese momento utilizaba para sembrar en Camila la certeza de esperanza
-Al menos intentalo. Siempre se puede perder pero también hay mucho que ganar
-Sí, siempre guardo para vos mi mejor intento
Pablo no tuvo más remedio que enamorarse y llevarla a cualquier lugar que fuera más apacible que la puerta cerrada de un café que ambos veían a diario. No tardaron demasiado en llegar al parque de la esquina. Pablo la abrazó con un aire cuyo aliento expresaba más temores que los que su boca hacía suponer. No tardó más que segundos en quitárselos y tomar la cara de Camila, que exhalaba con los ojos cerrados mientras Pablo besaba su frente, su mejilla izquierda y por fin la comisura de sus labios, que se entreabrían al unísono y cerraba los cuatro ojos ciegos que se miraban en silencio en el clamor de la tarde que contaba sus últimos minutos, incontables y eternos al compás de un baile de esperanza con semitonos de alivio y arpegios de ternura. El césped despejaba toda su humedad y se templaba para actuar de respaldo entre los brazos que se entrelazaban y delimitaban el cuadro: dos rostros de frente con los ojos entreabiertos con intermitencias, dos sonrisas que se simulaban matinales.
Tuvo que caer la noche para que la rutina volviera a su asiento y se despidieran con la simpleza que suponía algo tan cotidiano y a la vez expectante como decirse: hasta mañana.
18. La primera hazaña
Con el tatuaje del intento en el pecho, Martín se vistió lo más discreto que pudo y salió sin cenar de su casa. Necesitaba hacerlo. Quizás porque su vida había perdido el rumbo, porque extrañaba con una nostalgia sin parangón el cuerpo de Isabel, porque sentía que debía ofrecerle algo más que viejas miradas a Lucía, porque la culpa injustificada le incitaba a hacer justicia por Francisco y dejar algún recuerdo grato en su aforo de experiencias, Martín tomó un taxi hasta el hospital.
Entró por la puerta más alejada que encontró, miró y se estremeció al mirar la misma ventana que Francisco había usado para saltar y escaparse. La oscuridad ameritaba abofetear al vértigo. Cruzó de memoria los pasillos hasta llegar a la sala de archivos. Se sorprendió que la puerta no tuviera traba. La guardia estaba tranquila y sin oírlo se percibía el ronquido de enfermeros y cirujanos. Cerró la puerta y la trabó con las llaves de su casa sobre el armazón de hierro gastado. Encendió la luz y se alivió al comprobar su soledad. Volvió a apagarla y tomó su linterna. Buscó más de una hora en el cajón las historias clínicas de Francisco y los informes médicos. Los tomó todos sin leerlos demasiado, sólo observando que fueran útiles. Con cierta torpeza tiró los papeles en su bolso y de marchó tan pronto como pudo. No le pareció haber sido visto por nadie, tomó valor para realizar el mismo camino de vuelta y salió por la misma puerta por la que entró.
Tomó un taxi hasta su casa nuevamente, mirando con el mismo nerviosismo que al entrar en la sala al taxista que lo llevaba. Sólo al llegar a la puerta de su casa descargó la adrenalina.
Tiró el bolso al lado de la cama y se acostó con la convicción de llamar a Casandra al día siguiente.
Sin contradecir sus expectativas ni rutina, se despertó al día siguiente con el sonar del despertador. Desayunó apenas un café y se comunicó con el estudio.
-Hola, ¿hablo con la Dra.Castelanni?
-Sí
-¿Qué tal? Te habla Martín
-¡Hola Martín! ¿Cómo estás? ¿alguna novedad?
-Sí, tengo todas las historias clínicas e informes durante la estadía de Francisco en el hospital. Espero sirva
-No te puedo creer, ¿lo podés traer hoy? Te agradezco infinitamente, algo vamos a poder usar
-Sí, claro, hoy te lo llevo
-Bueno, perfecto, no sé cómo agradecerte
-No es nada. Te pido un favor solamente. ¿Te lo puedo llevar directamente al estudio? Por seguridad nomás
-Sí, por supuesto. Es más, si querés le digo a alguien de acá que te traiga, así te quedás tranquilo.
-Bueno dale, perfecto
-Gracias nuevamente, después nos vemos. Un beso
-Hasta luego, nos vemos
Si Martín hubiera sabido la cara que pondría Casandra al ver los papeles, hubiera realizado su hazaña como quien respira.
-Martín, esto es increíble. No sé cómo pero te vamos a compensar. Están hasta los mensajes que recibía Pedraza, ¿y trajiste la grabación también? Perfecto. Todavía no caigo, esto me ahorra meses.
-Me alegra mucho y espero que se pueda hacer algo
-Por supuesto que sí. Decime, ¿vos podrías salir de testigo cuando esto llegue a juicio?
-Sí, desde ya
-¿Y conocés a alguien más? ¿algún colega?
-Gustavo, colega y amigo mío, no creo que pueda decirte mucho pero supongo que para ratificar sí.
-Bien. Nos ponemos en contacto para eso entonces.
-Sí, claro
-Bueno, te debo una cena por lo menos, ¿se acepta?
- Yo te ahorré trabajo y vos me ahorraste una invitación. Sí, por supuesto
-Bueno, cuando quieras, no hay problema
-Te llamo, quedate tranquilo. Gracias nuevamente, en serio
-De nada nuevamente, en serio. Nos vemos
-Chau, nos vemos
Casandra sonrió al verlo irse. Se rió pensando en los comentarios que Lucía le había hecho sobre él, pero quizás por el mismo motivo le conmovió la generosidad que había tenido. En definitiva, las visiones contrastaban, aunque no podía dejar de ver una nostalgia invencible en la mirada de Martín.
Poco convencida de su invitación espontanea, dejó las etiquetas para el día siguiente y se puso a ordenar su material.
19. Llamadas
Aprovechando esa somnolencia que produce el mediodía del trabajo de un sábado de invierno mezclado con un almuerzo caliente, Lucía se sumió en una siesta (que ya casi era un ritual) abrazando a Agustina hasta que el sueño le aflojaba las manos aunque no el cariño.
No le tomó demasiado tiempo despertarse puesto que el teléfono, esa tarde, estaba más que predispuesto a sonar:
-Hola, ¿Lucía? ¿dormías? ¿cómo estás? Te habla Paula
-¡Paula! ¿Cómo andas, tanto tiempo?, contestó Lucía entusiasmada y olvidando su somnolencia
-Bien, acá, con algunos problemas. Te llamaba para comentarte un par de cosas y pedirte un favor
-Yo te debo mil , así que lo que sea… decime
-Bueno, acá la cosa está bastante jodida, hace un mes que me echaron del trabajo. Con mi marido pensamos que como los dos tenemos parientes allá en Madrid, quizás no sea mala idea irse a vivir allá, a probar suerte aunque sea. No perdemos tanto
-No está mal, es una buena posibilidad, más si tenés dónde quedarte al principio y podés conseguir un laburo razonable
-Bueno, por eso mismo quería llamarte. Pensé que si necesitabas ayuda en la casa o con Agustina, para cuidarla, yo podría perfectamente.
-Uy, no te puedo creer. Sí, me viene perfecto Pao, yo la verdad… se me hace un quilombo diario ver cómo cuidarla y dónde dejarla. Está yendo a una especie de guardería, pero ya es un poco grande. Y para jardín es demasiado chica. Y con vos tiene más que buena onda, así que sí, no hay ningún problema. El tema económico…
-Por eso no te preocupes. Lo arreglamos después. Mi marido sí tendrá trabajo rápido en una empresa de telefonía, yo de momento…
-Perfecto, entonces sí, en principio contá con eso. También tengo un compañero en el bar que según parece en unos meses se vuelve a Buenos Aires, así que quizás pueda hablar con él y con el viejo, mi jefe, para ver si podés después tomar su lugar. Posibilidades hay, quedáte tranquila
-Bueno, me debés mucho menos Lucía, me acabás de salvar la vida
-No es para tanto, vení tranquila, pegame un llamado así me organizo un poco y arreglamos cuando estés acá, no te preocupes
-Bueno muchas gracias, te mando un beso enorme
-Otro para vos Paula, nos hablamos
-Adiós
Como regalo caído del cielo, a Lucía se le iban solucionando pequeños problemas. La vida cotidiana, de no ser por esos pequeños desajustes con Agustina, marchaba casi a la perfección.
El teléfono no tardó en volver a sonar
-Hola, ¿Lucía? Soy Casandra, ¿Cómo estás?
-Casandrita! Que lindo escucharte, ¿cómo estás?
-Bien, muy bien. Te llamaba por lo que te imaginás, el caso de Pedraza, tu madre
-Sí.. , contestó Lucía con un tono casi temeroso, imaginando alguna mala noticia
-Me pediste que no te llamara hasta tener algo más avanzado, así que me ocupé de mantener silencio hasta entonces
-Sí, está muy bien, te lo agradezco. ¿Qué pasó?
-Bueno, Martín…
-¿Martín?
-Sí, Martín… no me preguntes cómo pero consiguió todas las historias clínicas de Francisco, informes de Pedraza con otros colegas, hasta listas de llamadas, mensajes con amenazas, una cinta de ella pidiéndole la historia clínica a Martín cuando quiso ayudarlos a escapar, de todo. Es mucha ayuda, son pruebas concretas que si las usamos bien, van a venir de diez
-Qué bueno oírlo Casandrita
-A mi también, espero salga todo bien, voy a hacer todo lo posible. Solo te quería preguntar si, en caso de ser necesario (espero que no), irías a declarar como testigo en el caso
-Yo soy su hija y tengo una historia más que jodida con ella y con toda la situación, no sé si sea la mejor idea, pero si a vos te parece que puede ayudar, sí, en principio aceptaría
-Bueno, perfecto. Me vuelvo a contactar cuando haya algo concreto, bueno o malo. Hasta entonces viví tranquila allá y no te preocupes más de lo necesario, ¿sí?
-Sí, sos un amor. Te agradezco y sabé que estoy orgullosa de vos, realmente. Un beso enorme y hasta la próxima. Cuidate
-Vos también, un beso
Con cierta alegría colgó el teléfono, recordando que era su turno de hacer un llamado pendiente para concertar alguna vez su encuentro con Mariela.
20. La concertación
Lucía amaneció extraña, intranquila. No molesta. Tampoco preocupada. Simplemente extraña. La armonía que envolvía su vida, su Madrid, su Agustina, su nuevo trabajo, su nuevo buen compañero, su nuevo Pablo, su nuevo jefe viejo y cabrón aunque simpático se nubló fugazmente con los llamados de la tarde del día anterior. De repente se encontraba con demasiados cálculos que hacer y demasiadas cosas para analizar. Le amargaba un poco la sensación de efervescencia repentina de su madre en su vida, esa que nunca tuvo. Pensaba que algún día lamentaría su ausencia que, aunque cuestionable y por momentos nefasta, no dejaba de ser la ausencia de su madre, la única que iba a tener el resto de su vida. Le pesaba más aún la idea de tener que irse aunque más no fuera provisoriamente a Buenos Aires a volver a meterse en el tema, a recordar otra vez su pasado, su trabajo, su rutina, su Ricardo, su no Ricardo, su no padre de Agustina, su padre de Agustina, su Francisco.
Sobre todo su Francisco, ese pequeño-gran-hombre como a veces solía llamarlo que se aparecía en algunas noches aciagas o un poco solitarias, en su recuerdo, en su tacto, en su piel, en sus dedos, en su bañera con velitas aromadas de reencuentro consigo misma, a veces en su sexo, siempre en su mente.
Precisamente ese Francisco que ahora aparecía nítido y sonriente le hizo pensar en Mariela, quizás la pieza faltante del rompecabezas, los dos lados equiláteros de su triángulo isósceles del que quería salir, quizás para formar otro, quizás para verlo desde afuera, quizás para nada en particular.
Si lo hubiera planeado toda su vida calculando telepáticamente cada movimiento, como si fuera una mujer, la jugada no le habría salido mejor: el teléfono durante ese domingo frío de marzo también parecía estar empeñado en sonar.
-¿Hola?
-Hola, ¿Lucía?, pronunció una voz española y tímida
-Sí
-Es raro presentarme, pero… soy Mariela
-Mariela, contestó Lucía sorprendida, atónita, encantada con la coincidencia, espantada por el recuerdo inexplicable que aparecía como un huracán. Qué bueno hablarte, por fin me encontrás, me dijeron que habías llamado pero no supe cómo contestar, perdón si me hice esperar.
-Qué va, no es nada, contestó Mariela en un tono extrañamente natural en comparación al poco tiempo que estaba hablando y a su cortés y diplomática forma de tratar.
Se hizo un silencio que pareció eterno y, como casi todos, insoportable
-Bueno, para vos supongo que también será extraño esto. Para mí es rarísimo
-Ya, entiendo, sí, para mí también…
-Pero bueno, quizás no sea tan loco que nos encontremos alguna vez
-Ya, no lo sé, respondió Mariela confundida, naturalmente
-No es obligación. A mí me gustaría. En el fondo te confieso que me aterra, pero no sé, tengo unas cuántas preguntas para hacerte, bastantes cosas para hablar, cosas para cerrar, no sé.
-Ya, sí, entiendo. Yo también tengo algunas cosas..
-Pero en tu situación entendería que no quisieras, no sé, como vos quieras, propuso Lucía en un tono que intentaba salir de la desesperación que suponía ese diálogo de sordas
-Sí, está bien. Preferiría que vinieras, porque como podrás suponer me cuesta trasladarme
-No es problema, contestó Lucía sin la menor idea de a qué aludía Mariela con sus problemas de traslación.
-¿Quieres pasarte? Yo tengo el día libre hoy y estaré sola en casa
-Bueno, dale, contestó tímidamente Lucía. Lo único que no puedo evitar es ir con mi hija, tiene 3 años y no tengo con quién dejarla
-Vaya, dijo Mariela pensando en voz alta y maldiciéndose a sí misma por hacerlo. Vale, no es problema. ¿A qué hora?
-No sé, como a vos te venga bien
-Pues… no lo sé, ¿a las cinco te queda bien?
-Sí, perfecto
-Bueno, ¿tienes para anotar?
Lucía tomó la dirección temblando, con una letra un tanto garabateaba que ni ella estaba muy segura de entender
-Vale, hasta entonces
-Hasta luego
Más nerviosa aún colgó el teléfono y despertó a Agustina para hacerle el desayuno.
Al otro lado, Mariela contaba las horas, sus recuerdos tan parecidos sin saberlo a los de Lucía en cada rincón de la casa y de su cuerpo, hermoso, nostálgico y con un aroma a esperanza que ya contaba seis meses, c’est à dire: tres
21. El último subte
En algunas de las charlas interminables en el café Camila le había mencionado con una espontaneidad sin precedentes y con un brillo sin igual en la mirada: “me gustaría ver una película con vos”.
Pablo no supo si fue por reflejo condicionado o simple casualidad, pero igualmente se iluminó al pasar por la puerta de un cine en la Gran vía por donde paseaba a diario (aunque nunca por esa esquina) que le recordó a la calle Corrientes cargada de eso que los diarios solían llamar “Cultura” y ver anunciado un ciclo de cine italiano donde daban (pensó irónicamente) dos estrenos: “Cinema paradiso” y “La vida es bella”. Casi sin pensarlo compró dos entradas, sonriéndole a la chica que las vendía (recordando que Camila también le había mencionado que había trabajado vendiendo entradas en un cine) y se metió en el subte para bajar en la estación (otra vez) de Atocha y encontrarse con Camila a la hora señalada en el lugar indicado. Lugar que por azar o por recuerdo perseverante y futuro esperanzador también resultaba ser una plaza.
La besó con mucho menor entusiasmo del que tenía dentro al verle la sonrisa tímida que le hizo desde lejos al verlo.
Ante el abismo que separaba los besos de la última tarde con la mirada triste después de ese último subte, Pablo no pudo evitar preguntar qué le pasaba.
Camila respondió apelando al Artículo Nº2 del manual de comportamiento femenino:
-No sé, estoy confundida
Si había algo que Pablo no sabía manejar era la confusión ajena en general y la femenina en particular. Apenas había logrado en 24 años controlar las suyas y todavía no estaba ni cerca de obtener ninguna licenciatura en el tema.
Con un esfuerzo sobre humano por no caerse de tristeza sobre la mesa dura y fría en la que conversaban, la tomó de las manos, apoyó su cabeza en su hombro y habló Camila sin mirarla
-¿Es por Alejandro?
-Puede ser… no sé. En parte, un poco
-¿Querés volver con él?
-No, tampoco es eso.
-¿Querés estar conmigo entonces?
-No
-¿No?
-Ojala fuera tan fácil. No es que no te quiera, es que no sé qué quiero ni qué querer, no sé. Yo también me ilusioné y no es que haya sido todo mentira esto, es que no sé
Pablo se quedó sin palabras, sin respuestas y con una tristeza que le embargaba todas las inversiones del cuerpo y el alma, que para él eran la misma cosa.
No se trataba de no creerle. Se trataba de creerle, de quererla, de entenderla casi por ósmosis, por un intento de imitación de sentimiento que nunca había tenido y tenía ahora que vérselas para entender.
En eso pensaba cuando Camila esgrimió el Artículo Nº3:
-No sé, necesito tiempo
-Bueno, entonces tomate tu tiempo, contestó Pablo en un tono amable
-Es que… este no es el momento. No sé cómo explicártelo. Lo último que quería era esto
Todavía no se hacía demasiado eco de la situación. Le resultaba completamente irreconciliable la última imagen de Camila con la que en ese momento estaba viendo. Maldecía en el fondo haber pronunciado eso. Era lo que sentía a flor de piel, pero luego conjeturaba sobre el comportamiento femenino: “Si uno le dice a una mujer que lo va a esperar, se está mostrando demasiado, se está desnudando. Siempre es mejor que no sepa del todo qué ropa me pongo, pero la puta madre, si yo no soy así, ¿qué estoy pensando? Además le pasa en serio, por lo menos es sincera, ¿qué culpa tiene de que le pase? No creo que sea adrede y tampoco quiera que le pase esto”. Lo interrumpió lo que parecía una promesa de palabra de Camila, que hizo un gesto que luego negó y no dijo nada.
Su pensamiento no estaba tan errado, dado que Camila quería quererlo y lo quería, pero no en ese momento. Fuera de eso, si bien Camila jugaba al ajedrez, no actuaba con malas intenciones. Hacía lo mejor que podía en el medio de una tormenta en la que nunca había encontrado remos.
-Perdoname, lo siento de verdad. Me tengo que ir
Y se fue. Pablo se quedó aplastando las entradas en el bolsillo trasero y doblando en cuatro el billete del último subte.
22. El viaje de Pablo
Masticando una primavera naciente y rota, Pablo miró sus manos gastadas, que mostraban la misma contradicción de las estaciones. Había huido del verano en Buenos Aires con sueños y nostalgias, intentando dejar atrás la humedad que se le había convertido en alimento y partió a Madrid con una esperanza casi infantil. Sin embargo, las hojas florecientes para él caían como el polen de un árbol en pleno otoño. Una tristeza argentina teñida de ocaso madrileño.
Rio nuevamente al recordar a su padre, sentado en su sillón particular con el cigarrillo en la mano derecha y la mano izquierda rozándose el bigote y luego acariciándose la nuca, exactamente el mismo gesto que él repetía casi con mecanicismo. Recordó unas viejas palabras que venían a decir algo así como que no se puede huir de uno mismo aunque uno se vaya muy lejos. Las recordó porque eran de Serrat, pero las olvidó porque estaban en catalán. Su padre aparecía cada vez que Pablo sentía nostalgia. Nostalgia de su presencia, de su tono seco, a veces arbitrario y pesimista, pero paterno al fin. Paternidad que no se perdió con la muerte del padre. Sus frases seguían resonando entre alguna tos propia de su cáncer de pulmón y tardes de domingo, brisas, fútbol y mate.
Abrió su billetera y mirando su foto recordó las palabras de ese testamento informal: si algo me pasa, la casita de Andalucía es tuya. Era una vieja casita medio perdida al costado de la carretera, una postal de vida semi-rural que su padre había acostumbrado tener tras largos años en la vida urbana. Hijo de padre español, no tuvo más remedio que instalarse allí aunque más no fuera por nostalgia. Los tiempos democráticos le habían augurado cierta esperanza y a los pocos años marchó a su país natal que curiosamente entraba en dictadura. La lluvia a cántaros allí y la noche más larga allá.
Pablo no tuvo que pensar demasiado para escaparse el fin de semana. Previo acuerdo con el viejo que le cedió amablemente su coche, marchó hacia el sur por la Nacional 4. Entrada la tarde llegó sin ningún problema y abrió la casa como si se tratara de una caja de pandora. Quedaban ciertos restos de humedad en las paredes, pero todavía conservaba un aroma y una calidez que en sus buenos tiempos debía haber sido encantadora, con una chimenea grande y bien armada en el centro, paredes de ladrillo a la vista realizadas a pulmón (menuda paradoja, pensó suspirando un español poco original) y unos muebles de algarrobo adornando aquí y allá; diarios con recortes de la gloria peronista, el orgullo de la clase trabajadora, viejos discos de Bob Dylan y Eric Clapton perdidos en una maraña de cosas apiladas cuyo nombre le resultaban un tanto extraños; pequeños garabatos que simulaban versos con una letra que rozaba lo jeroglífico, algunos cuadros, pequeñas notas conyugales (pensar que yo fui producto de estas dos personas, se dijo) guardadas con un cariño poco desdeñable para su carácter y lo mejor, un viejo disco de arado que se conservaba a la perfección.
Se imaginó a Camila sentada en el viejo sillón ubicado contra la ventana, leyendo una novela cualquiera con la luz ingresando por la última hendija de la tarde, vestida apenas con un camisón y pequeñas trenzas en el pelo, radiante y cotidiana. Se la imaginó tanto que no pudo evitar romper escandalosamente en llantos tirado en el suelo, de rodillas, como si le doliera el estómago, sacudiendo el pecho y sus piedras.
La tarde se le venía encima junto con los recuerdos, pero avizoró la hora en que los pequeños comercios cerraban y compró una carne cuyo corte no tenía parangón en su barrio natal y a la que no le pedía más que se dejara cocinar; unas verduras que parecían ser la especialidad de la región pero que al final no eran más que papas. Si el viejo decía que los hombres siempre fueron más o menos iguales, ¿por qué no lo van a ser las papas?, se preguntó.
Comió su cena como un condenado a muerte. Sólo le faltó el panqueque de manzana. Maldijo al quemarse con el hierro para buscar un segundo plato que le parecía absolutamente innecesario, como el recipiente utilizado para hervir medio kilo de carne con dos papas.
Salió por la misma puerta que entró, fumó un cigarrillo mirando el horizonte hasta que llegó una lluvia rabiosa, tan esperada como la llegada de Camila por la ventana de ese comedor amplio. No tuvo mejor idea que salir a empaparse, como si quisiera lavarse con alguna suerte de pureza que la vida artificial y urbana era incapaz de brindarle.
En lo que para él era el acto más entretenido del día y aprovechando el desierto de casitas bajas a su alrededor, se desvistió en plena puerta y corrió desnudo hacia la ducha. La tibieza del agua que el esperaba caliente, la ciclotimia que se le marcaba hasta en la piel y la soledad en que se vio envuelto consciente y repentinamente lo hicieron derramar media hora de lágrimas que se mezclaban con el agua, el pelo raído cayéndose con ella, la piel tersa y descolorida gritando ausencias, el pecho falto de caricias, el vientre hinchado de nervios, el sexo esperando un segundo tiempo que nunca empezaba, las manos evocando inútilmente las de Camila que jamás llegaban.
Se envolvió en una vieja toalla un tanto raída y se fue a la cama así envuelto casi como un niño. El mismo niño que lloraba hasta quedarse dormido.
23. El ajedrez de Camila
Él toma lápiz y cuaderno y anota. Como si la piel fuera cristal la mira y la ve completamente desnuda, hermosa, implacable, sencilla. Camila no se cubre simplemente porque cree que está vestida. Sentada sobre la mesa del viejo bar mueve las piezas del tablero, juega al ajedrez sola. A nadie le llama la atención, pareciera una suerte de aceptación tácita de una soledad inquieta y poco clara donde nadie se atreve a inmiscuirse. Él sí. Pero Camila no lo ve. Por eso él puede deleitarse con cada pliegue de su piel y amargarse la vida cuando estira su brazo y jamás llega a acariciar la espalda de Camila, pero ahora le cuenta los lunares, que, si no contó mal ni se distrajo mientras ella levantaba su brazo y dejaba ver un manantial de posibles caricias, serían unos ciento veintisiete. Su lengua parece de loro, seca. Ansiosa pero pálida, sin ningún caramelo que llevarse a la boca para humedecerla y sembrar caminos en una piel de mujer que cada día le resulta más lejana.
Camila mueve el caballo, pensativa. Del otro lado estira su brazo y él corre su cabeza para ver si alcanza a ver algo más. Sólo ve una silueta. Golpea la mesa intentando entender por qué movió ese caballo ahí, si resultaba evidente que el alfil lo iba a devorar. De repente golpea la mesa, saltan las fichas (todas) y maldice hasta la madre del cantinero y la entrepierna de su hermana por su torpeza. También se volteó el café encima, que en vez de quemarle la piel le manchó el vestido primaveral de tono verde agua que lleva encima. Por fin se voltea, él la observa desnuda, con los ojos llenos, profundos, taladrando la iris de Camila, que ahora mira con el codo apoyado sobre el respaldo de la silla y la mirada en la ventana. Ahora vuelve a mirarlo, sonríe tímidamente y baja la vista, su cabello se corre y él pone la mano en su pecho como si acariciara el de ella, que ahora está cubierto por la longitud de su pelo.
Después de 15 minutos de volver a ordenar todas las piezas, las vuelve a acomodar. Pero no tiene idea ya de para qué las dispuso así. Frenéticamente mueve los peones de blancas y negras y cuando todos se devoran, los unos a los otros, vuelve a apoyarse contra la mesa, ahora con las dos manos en su mentón, casi rozando su boca pequeña. Piensa, mira las fichas, vuelve a moverlas sin ningún criterio. Él no deja de mirarla, ahora se cambió de mesa para observarla de costado. Con otro pacto tácito, el resto de los clientes se retira del bar. Sólo quedan él y ella. Camila se detiene porque el murmullo desapareció y ya no puede oír las voces, ni los insultos de una rubia que maldice porque su teléfono se quedó sin batería, ni los dos muchachos del fondo que gritaban barbaridades a las mujeres que pasaban del otro lado del cristal, ni el silencio de ese matrimonio aburrido que se miraban de reojo sorbiendo unos fideos con demasiada salsa de tomate. Con una seguridad que sorprende hasta él mismo, se posa delante de ella, que sigue concentrada en el alfil de las negras y la dama blanca que sin perder la corona se cruza todo el tablero. Él ahora amaga sentarse en la silla. Antes de eso, se desviste con una naturalidad que no concuerda con el contexto pero sí con su mente. Desabrocha su cinturón haciendo el mayor ruido posible, y bajando sus pantalones la mira sonriendo. Pero Camila no. Ahora se desnuda completamente, intentando igualar en la piel la desnudez que ambos tienen en su mente. Él quiere estar más desnudo que ella. Y lo está. Ella está desnuda pero vestida con las dudas de sus fichas, de cada jugada que no sabe cómo resolver. Ahora mueve una torre, con la pieza en la mano, como si el jugador invisible del otro lado le advirtiera que una vez tocado el tablero no puede deshacerlo. Con la pieza en la mano mira por la ventana. El reloj de arena calla y la mira. El muchacho desnudo también. Ahora calla pero actúa. Le habla. Halaga el color de su pelo, su textura. La dulzura de sus labios acordes a su boca pequeña, el perfume que traspasa el tablero y llena sus pulmones, la transparencia de sus ojos almendrados en los cuales, dice, puede verse.
Ahora sigue actuando. Se sienta sobre sus piernas y la besa como si fuera la primera vez que lo hace, pero como si deseara hacerlo desde hace mucho tiempo. Se roza desnudo contra ella, le susurra los versos que escribió mientras la miraba desnuda. Ella sonríe, no lo mira, mira por la ventana, luego baja la cabeza como si así se asintiera. Camila asiente diciendo que no. Habla cuando calla y calla cuando habla. Mueve las piezas como si él no existiera y ahora ella tiene una vista prodigiosa, porque logra verlo vestido con una remera azul oscura, y pasando la mano por su vientre mueve el caballo. El se mira sorprendido, se acaricia para comprobar su cordura y se estremece con la locura de Camila.
La toma del pelo, vuelve a besarla, hace bailar su lengua dentro de la suya, acaricia sus pechos como si fuera un niño con proezas de hombre, mira por el espejo de sus ojos, le susurra al oído que quiere hacerle el amor incluso en esa misma silla, en ese mismo bar e incluso, si ella quiere, encima del propio tablero, para desordenar todas las fichas, tirarlas todas al suelo con el trajín de sus cuerpos, dejarlas mudas ante el jadeo de sus bocas sobre sus hombros, dejarlas sordas con el gemido genuino y sincero de sus sexos, recostarse incómoda pero placenteramente sobre la mesa y quedarse ahí hasta que el alba les devuelva la rutina y las piezas estén nuevamente en su lugar para empezar una nueva partida, hasta con promesas de quedar en tablas si es necesario.
Camila esboza una sonrisa que desencaja completamente con su mirada esquiva. Él esboza un lamento comprensible, se levanta de la silla indignado y vuelve a su lugar. Camila sigue ahora en la misma posición que él la dejó. Sólo que ahora se ha quedado dormida encima del tablero
24. Notas y nostalgias
- ¿Qué escribís?, preguntó Lucía en buen tono y curiosa
-Allí, ¿has visto? ¿en la última mesa, aquella tía?
-Sí, Camila
-Pues sí, ella. Fíjate cómo mira, mira la tristeza que hay allí
-Bueno, capaz está triste, sí, ¿por qué no?
-Y el camarero amigo tuyo, ahora no está, pero míralos. Es un avance y un retroceso permanente. El mira y ella no, el mira la bandeja y ella mira, él habla y ella calla. Es como si jugara al ajedrez
-¿Cómo es eso?
-No me lo preguntes a mí, observa. Sólo observa. Es como si estuviera todo el tiempo pensando la ficha que va a mover. Quizás hasta calculando. Él en cambio es más torpe: conoce las reglas, pero no sabe mover, mueve anárquicamente las piezas, pensando en esa jugada. ¿Entiendes?
-Algo, pero no del todo
-Ya, las mujeres…
-¿Qué pasa con las mujeres?, preguntó Lucía un tanto molesta ya
-Pues que pareciera que nunca entienden, dicen que no y están diciendo que sí o que no saben sólo para ver cómo reaccionan
-Nunca lo había visto así. Bueno che, tengo que seguir atendiendo, seguí escribiendo
-Vale
Lucía volvió a su rutina habitual y siguió atendiendo. No tardó mucho en divisar a Pablo cruzando la puerta, llegando tarde y cabizbajo. Lo abrazó como si volviera de la guerra, no de un fin de semana de descanso.
-¿Cómo estás?
-Acá andamos
-Parece que el loquito los anduvo mirando
-¿Qué loquito?
-Ese que esta ahí siempre escribiendo, me hizo unas teorías raras comparando a las mujeres con el ajedrez, algo así
-De loco no tiene nada. Voy a tomar clases con él
-Bueno bueno, veo que el sarcasmo no lo perdimos, todavía hay esperanza
-Hay espera, no sé si esperanza
-Ya va a volver solita, no te preocupes, y sino, ella se lo pierde
-El día que yo pueda pensar así Lucía… ¿sabés qué pasa? No soporto la espera. No es que no pueda esperar. Es que no puedo, quiero que vuelva. Y te aseguro que no va a volver
-Nunca se sabe. Estuvo acá hoy. Dejó una carta para vos
-¿Me estás jodiendo?
-No, tomá
Pablo abrió el pequeño papel con una nota en grande y mayúscula: “LO SIENTO”. ¿Qué hago yo con esto?, pensó.
-Siempre tan escueta…
-Bueno, ¿cómo va la facu?
-Estoy pensando seriamente en dejar la carrera, me aburro, no sé qué pasa pero no se parece nada a lo que tenía en mente
-Necesitás otra cosa. Necesitás quizás algo de alivio, en ese estado difícil que puedas ver algo
-Es posible, sí
Pablo veía con agrado la intención de Lucía. Era un acuerdo tácito donde ella intentaba sacar lo malo de su mente aunque más no fuera por minutos y él intentaba responder
-Venite a comer a casa hoy, te va a venir bien. Si te quedás solo la vas a pasar mal. De paso conocés a mi hija
-Bueno, después arreglamos. Gracias
-De nada, dijo Lucía dándole un beso en la mejilla. Vamos a trabajar, dale, la vida sigue
¿La vida sigue?, quedó pensando Pablo. ¿Dónde?
25. El encuentro
Con la ayuda de los brazos de Lucía para alzarla, Agustina apretó con entusiasmo infantil el 3º C del departamento de Mariela, quien prometió descender despejando la humedad del portero eléctrico.
Se miraron como dos desconocidas que eran. Lucía quedó atónita: Mariela lucía tal y como la había descrito Francisco. Joven, radiante, hermosa, con el pelo fino y lacio hasta poco más debajo de los hombros, los ojos grandes color canela, profundos, llenos de vida corta, la piel suave de color mate, una blusa discreta que dejaba el hombro izquierdo al descubierto, el cuerpo pequeño, un pecho tan generoso como su vientre de seis meses y algunos días que se le escapaba intencionadamente de la blusa, una falda de jean (cierto era que se llamaban tejanos) que cubrían a medias unas piernas que parecían un tobogán de piel y pequeño.
Descubrir el vientre de Mariela le produjo una suerte de temblor y de duda que, siendo tan pronto, no se animó a despejar de la ecuación a pesar de no poder resolverla mentalmente.
Para Mariela todo era nuevo y completamente distinto a lo que había imaginado. En su mente cabía una chica, no una madre que a pesar de lucir joven no dejaba de destilar caminos entre las líneas de sus manos.
Miró a Agustina sin poder evitar pensar en su futura hija cuyo nombre aún no había decidido.
-¿Quién es esta niña tan guapa?, preguntó Mariela rompiendo el aire
Agustina sonrió tímido, hizo un gesto indescifrable con sus manos y se abrazó a las piernas de su madre
-Agustina, respondió Lucía, mirándola y acariciando su pelo castaño claro
Mariela las hizo pasar, obsequió un café y se sentaron.
-Puedes encender la televisión si quieres, ven, te enseño
Mariela ofreció su mano a la niña y miró a Lucía como buscando aprobación. Ella sonrió intentando afirmar.
-Bueno, dijo Lucía, acá estamos finalmente
-Sí, qué raro todo
-No te voy a decir que no. ¿De cuánto estás?
-Seis meses, respondió Mariela. Falta poco ya
-¿Y tenés ganas?
-Tengo ganas y miedo, esto de saber que lo criaré sola me aterra
-¿Y el padre, no se quiso hacer cargo?
Mariela miró sorprendida percatándose de la ignorancia de Lucía y luego bajando la mirada mientras acariciaba su vientre.
Lucía creyó entender y no pudo evitar acercarse. No podía evitar sentirse extraña y ajena a ese triángulo extraño e isósceles que habían formado, pero tampoco podía resistir ni la envidia que suponía una maternidad lograda así, tan diferente de la suya, ni contener a una muchacha que a pesar de todo parecía tan frágil.
Mariela no pudo evitar sollozar:
-Es muy injusto, ¡ni siquiera ha podido enterarse! Yo como una idiota lo he dejado ir y nunca pude contarle nada, y cuando quise hacerlo, ya no estaba. Fue cuando me llegó tu carta.
Mariela nunca lograba digerir la idea de que ella no había sido la última mujer para Francisco.
Lucía nunca lograba digerir la idea de que para Francisco no había habido nadie más como Mariela.
En el fondo, ninguna estaba cómoda con la presencia de la otra.
Y sin embargo el triángulo se deshacía en la mitad de la tarde recordando a Francisco, completando un rompecabezas cargado de dimensiones, gestos, expresiones, palabras.
Luego se creó una burbuja cargada de tristeza, de desconsuelo, de silencio, de impotencia que entendía que por más agua y humedad que se creara, nunca habría forma de devolverle vida a los peces.
26. El desvelo
Acariciando de cerca al insomnio y desesperando de ausencias, Martín amaneció como si, literalmente, lo hubieran golpeado. Sentía un cansancio que no se revelaba en la lucidez de sus ojos y su mente que creía vislumbrar no tan a lo lejos un cuerpo de mujer que ya poco se parecía al de Isabel. Muy por el contrario, lucía joven, llamativamente alto para ser una mujer, con un pelo rubio que llegaba casi a la cintura, una silueta privilegiada y unos ojos marrón claro que alumbraban sin saciar del todo una esperanza que hacía rato se había perdido entre guardapolvos blancos, camisas sin sentido, pasillos higienizados con cloro y algo de farmacia y una viudez que lo había calado hasta las entrañas, no solo por estar sin Isabel sino por estar tan verde y tan sin nadie en lo que, según la terminología moderna se conocía como “la mitad de la vida”.
Una cama tan vacía como sus manos, tan húmedas como su sexo que despertaba de un letargo tan agotador que casi había olvidado el brote del tacto. Se perdía soñándose debajo de la camisa de Casandra, que prometía un paraíso tan parecido al terrenal que seguramente poco hubiera tardado en cerrar entre besos la puerta del Edén. Al menos así ocurría en su mente a las ocho de la mañana de un día tan martes como cualquiera. El contraste entre los rincones de los sesos que dibujaban otra vida y la misma que se le presentaba tan vacía entre sus manos (ya ahora sobre la almohada) le clavó una tristeza en la mitad de la médula. Y sin embargo no se tradujo en llanto. Una suerte de piedra de escondía entre el pecho y la piel, esa exterioridad que de lo que se decía sentir recordaba bastante poco. Ni siquiera el llanto. Círculo vicioso de nostalgia e impotencia que decidió lavar con agua tibia en su discreto baño.
Con su bolso de guardia, un traje discreto y dos pies que intentaban no arrastrarse salió a la calle para que el viento de la Buenos Aires otoñal le pusiera un par de hojas en el hombro.
Casandra se le presentaba como un menú cargado de opciones o más bien de subtemas. Como si aquella mujer tan joven como desconocida (y quizás por eso mismo, atractiva) se pusiera en su plato y cada parte de su ser adornara los bordes al mejor estilo de un nouveau riche restaurant de Palermo.
No se le ocurrió mejor idea que citarla por la tarde telefónicamente para arreglar algunos asuntos relativos al caso Pedraza que poco le importaba ya.
Casandra se quedó mirando el teléfono con una sensación extraña, avizorando un ataque ineludible que ni siquiera sabía cómo esquivar y , menos aún, si debía hacerlo. Con pocas piezas y menos tácticas Casandra no se tomaba demasiado tiempo ni vuelo merodeando sobre la sopa de la histeria. Aceptó la cita como si fuera el vaso de agua que acompaña al café de los bares y dejó de preguntarse. A fin de cuentas, le parecía un buen tipo, honesto que, al igual que los que no lo eran tanto, se daban el gusto de observar y adivinar qué se escondía detrás de lo que se mostraba.
“Al fin y al cabo, como decía un montevideano, la sensualidad es eso”, pensó´.
Martín salió del trabajo abrumado y esperanzado y tras perfumarse levemente acudió nuevamente al café Martínez.
Casandra hizo lo propio.
Martín abrió los brazos y sonrió como no recordaba haberlo hecho en años. Su gesto ameritaba pensar en una regresión del género adulto hacia la niñez o quizás a la adolescencia, o quizás a la adultez con algo de vida, que, a fin de cuentas, no era tan distinto de lo otro.
La niñez le volvió cuando tuvo que pronunciar alguna clase de vocablo que no resultara inoportuno ni estúpido.
Cierto era que las cartas no estaban tan de su lado, quizás por eso mismo las apostaba sin pensar demasiado en que su par de jotas no podía competir con la pierna de Casandra (menos con ambas) que con poco esfuerzo lograba armar un full que él ni siquiera sabía imaginar.
Percatarse de su suerte lo puso en un estadio no muy lejano al gateo. Arrastraba sus manos inútilmente sobre la mesa, apoyaba la cabeza y dejaba salir un llanto que hacía rato esperaba ansioso en la boca de la tormenta.
Casandra se sorprendió de semejante revelación y liberación y no alcanzó a más que acariciarle el pelo, sin entender demasiado bien qué era lo que producía semejante desparpajo en el pecho de Martín.
Pasaron las horas, las lágrimas y el olor del tercer café. Casandra dijo adiós.
Martín no dijo más nada.
27. Después del crepúsculo
Amasando algunas certezas, completando un crucigrama cargado de laberintos difíciles de conciliar, reinventando una imagen difusa en el recuerdo y nítida en un presente cambiante; fregando las dudas contra los dedos de sus manos jóvenes, acariciando el cristal de una foto con memoria y el pelo de su hija, Lucía se vistió y salió como todo el mes abril al bar que la esperaba con un uniforme coloreado de silueta esperando un cuerpo. Saludó al viejo que lucía igual que siempre, leía El Mundo y maldecía la inmigración del este del viejo continente del que no había salido nunca.
Con una sonrisa que intentaba contener las migajas de un pan que rebasaba de dulce despechado, saludó a Pablo, que había ingresado al lugar pocos minutos antes.
-¿Cómo estamos hoy, guerrillero malherido?
- Malherido, precisamente, pero mejorando
-Ya va a pasar, vas a ver
-Sí, dijo Pablo en un tono poco convencido
-Vas a ver, ya vas a encontrar a la verdadera
-¿La verdadera? Con todo respeto: ¿a tu edad todavía creés en esas cosas?
Lucía rió y sonrió como cuando Agustina le preguntaba si se podría meter algún día en la pantalla del televisor para hablar con los dibujitos.
-Sí, claro que sí. Suena a lugar común, pero siempre hay alguien para uno
-No sé, cada día me convencen menos esas cosas
-No me interpretes mal, pero a veces me hacés acordar a Francisco
-Mira qué suerte, parece que no sólo hay alguien para uno, sino que lo tenemos al lado, tiene pelo negro, quince años más y una hija: nunca se me hubiera ocurrido
-Hasta en eso te parecés
-¿En qué?
-En la habilidad para decir ridiculeces que me hacen reír
-Viste como vienen los chicos ahora
Lucía sonrió la broma y no dijo nada
-Bueno, ¿y en qué te hago acordar?, preguntó Pablo volviendo a la seriedad
-En eso. En esa suerte de lamento y melancolía, en esa forma de sentir que te tira tan abajo como te sube, en la extraña mezcla de pesimismo a partir del presente y de romanticismo sobre el futuro
-Señorita Lacan, un gusto.
-Hablo en serio
-Sí, yo también. Nunca lo había pensado así. Pero la que empezó con romanticismos, amores eternos y posibles fuiste vos. Digo usted, doctora
-No me digas doctora eh, que me vas a conocer mal. No dije eternos, dije posibles, precisamente
-Como sea, contestó Pablo en un tono cansado que no se correspondía con el tono de Lucía
-Cuánta seriedad, te estoy cargando. Sonreí un ratito aunque sea
-Intentaremos
-Hablando de años, pronto dejarán de ser quince
- ¿Ah sí? ¿van a ser catorce ahora?
Lucía volvió a sonreír
-Lamento desilusionarte, pero serán dieciséis: mañana cumplo años
-Guau, menos mal que avisaste
-¿Venís a comer a casa? No te acepto un no eh
-Si no queda otra…
-Dejá de hacerte el duro y venite a las nueve
-Ok. ¿Y a vos cómo te fue con tu gran encuentro?
-No nene, otro día. Otro día
-Cuánta seriedad, sonreí un poco, respondió Pablo
28. Vicisitudes del ocaso
-¿Entonces? ¿cómo te fue?
-Raro, difícil, incómodo, emocionante, ¿cómo explicarte? Me sentí tan afuera de ella, de él, me sentí literalmente la otra. Por si fuera poco, está esperando un hijo de él, parece de película esto
-Dios mío
-Sí, así las cosas. Por lo menos pude cerrarlo. No creo que vuelva a verla, no creo que le haga bien a ninguna. Y en un momento sin embargo me dio tanta pena, la vi tan frágil, tan sola…
Pablo se quedó sin palabras, la situación lo excedía. Tuvo una suerte de flashback hacia el diálogo del día anterior. Se sintió tan lejos de Lucía, de Mariela, de esas vidas que se suponen viven los otros, que para él siempre eran todos menos él.
Lucía adivinó el pensamiento.
-No tenés que decirme nada, pero si querías saber, te cuento. De paso me descargo. A veces caigo en la cuenta de que sos la única persona con quien puedo hablar en toda la ciudad. “Esto es el exilio”, decía un personaje de una vieja película que seguramente no viste.
Y al revés que en Casablanca, el mundo allí se derrumbaba pero nadie se enamoraba. Más bien se desenamoraban, se perdían, maldecían el jaque, el trueque, el baile incesante sobre el misterio del adiós, sobre el ocaso irrecuperable, besando inútilmente un futuro inalcanzable, el tic tac de las piezas sobre el tablero del recuerdo bajo el reloj de arena que de tanto andar se había quedado sin disfraz de verdugo ni víctima al acecho.
-Estuve pensando, agregó Pablo cambiando de tema, que como dijo alguien, la crisis es oportunidad, no sé de dónde, estas palabras no parecen mías, pero la resiliencia tiene que existir
-Claro que existe. Sólo que se aplica a mujeres violadas, torturados en campos de concentración y otros privilegios. Vos tenés algunas heridas de batalla. Aunque es cierto que para uno siempre una guerrita de gomeras con piedritas de besos duelen e importan más que la guerra mundial que se viene o pasó
-Sí, exactamente eso. Pero en serio que me di cuenta que de una u otra forma, esto tiene que ser algo positivo en algún lugar. Aunque más no sea para valorarme. Me cansan che, me cansan
-Me alegra mucho oír eso. Y sí, es normal que te canses. Y reíte si querés, pero donde encuentres alguna afortunada que te quiera, van a volver las cartas de Camila, y ahí el quetejedi se va a hacer un picnic de ajedrez, backgammon y algún que otro juego de mesa obsoleto. Vas a ver
-No sé si voy a ver, pero no me extrañaría nada, aunque jamás lo voy a entender
A Pablo se le escapaban de la concepción las normas socioculturales que regían ciertas relaciones. En su cabeza no entraba ese ir y venir de fichas dispuestas en cualquier lado que se acordaban de moverse cuando la partida ya estaba terminada. ¿No era más fácil afilar los caballos y alfiles cuando están todos con buena cuchilla? A mal entendedor…
-Bueno, entonces para celebrar el comienzo del fin hoy te venís a cenar a casa. Sino te surto
-Qué diplomática. Con gusto voy, de paso conozco a la criatura que salió de ese vientre chato que todavía conservás, y que de hecho es lo único que conservás chato
-Qué elegante señorito, qué sutil. Deje de piropear y atienda, después nos vemos
-Soldado que huye…
Lucía sonrió sin responder. Para ambos la tarde se distendía y endulzaba entre un abrazo fraterno y una palabra amistosa que no entendía demasiado de normas, ni distancias, ni edades ni momentos.
La tarde cayó (como siempre) cuando la noche dio sus primeros pasos.
Los mismos que Pablo daba en el pequeño salón de estar de la casa de Lucía
-Residencia Jerez, adelante
-Gracias. Uy, ¿y esta nena tan bonita? ¿quién es?
-¡Agustina!, contestó la niña que se abrazó a sus piernas como si necesitara un padre. ¿Sos el novio de mamá?
Lucía y Pablo rieron al unísono
-No, contestó Pablo. Soy un amigo de mamá
-¿Y papá? ¿cuándo viene?
29. Mamá
Mamá es re linda. Tiene ese pelo nerro super largo. Es como el de mi munieca pero nerro. Porque las muniecas nunca vienen con pelo negro. Siempre es amaillo. Amaillo y feo. Re feo. Es como de mentira, no me gusta. Pero mamá sí tiene ese pelo que es de verdá. No tiene los ojos como Agustina. Yo tengo marrones. Marrones como nesquik, asi, y re guiandes. Muy guiandes. Por eso mamá me dice que soy purojo, o puro ojo, así. Me asusta. Yo no quiero tener solo ojo. Tengo naíz también. Y boca. Hoy me hizo nesquik mamá, me dejó. Hoy estaba buena mamá. Y falta poco para que sea su cumpleanios. No se cuanto. Es que no sé contar. Me dijo que maniana, después de hacer noni, cuando me despierte y vea sol mamá va a cumplir anios.
Mamá vino con un novio. Se llama Pabio. Pabio dijo que no es el novio de mamá, que mamá no tiene novio, pero mamá tiene amigos. Pabio dijo que era amigo de mamá. A mi me gustaría que fuera mi papá. Porque es re guiande como papá y muy alto como papá. Tiene pelo nerro igual que mamá y además Pabio juega conmigo. Papá nunca jugó conmigo. Siempre dice que no tiene tiempo. No se qué es eso pero nunca jugamos. Y Pabio sí juega, se tira al piso, parece un payaso.
Pabio me dijo que mamá cumple anios. Se puso a cantar y yo me reí. Cantó una canción y me dijo que yo también tenía que cantar, pero Pabio cantaba muy rápido y yo no podía cantar tan rápido, entonces Pabio se puso a cantar más despacito, muy muy muy despacito y yo le canté. Pero canté poquito. Poquito. Porque me da cosquilla cantar. Pabio me dijo que la tenia que aprender porque era una sopresa para mamá, y la sopresa no se dice. Se dice bajito. Shhhh, me dijo. Muy despacito. Que es sopresa para mamá y la sopresa es como un sequeto, no lo tiene que saber nadie. Nadie nadie nadie. Pero Pabio y yo si tenemos que saber. Me dijo que si no sabíamos la canción no le podíamos dar la sopresa a mamá. Pabio dice que canto bien. El no canta bien. Me enseña a mi para que le cante a mamá. Pero en sequeto. En sequeto. Shh. Re despacito.
Pabio cocinó con mamá. A mi no me dejan cocinar poque dicen que soy chiquita. Es feo, yo quiero ayudá. A veces.. una vez mamá me puso en el cosito ese para setarme y yo me seté y rompí tres huevos. Puff, hicieron. Se puso todo amaillo amaillo. Pero no cocino. Mamá dice que solo rompo los huevos. Depues dice que es chiste, que soy una nena re buena. No sé si soy buena. Pero mamá dice que me porto bien. Y Pabio cocinó cane. Yo jugué con las cuchaitas de maderra.
Mamá no me lleva a jarrín. Yo quiero ir a jardín como los nenes guiandes y jugar con los nenes guiandes. Poque soy chiquita. Y soy guiande también. No voy a la cama con mamá. Yo duermo en mi cama, que tiene dibujitos y etellitas. Cuando voy a hacer noni noni miro para arriba y tengo toooodo etellitas. Y también pajaitos. Unos pajaitos chiquitos chiquitos. Mamá no sabe como se llaman. Mamá dice que de pajaitos no sabe nada. Mamá sabe curar enfemitos. No sabe curar pajaitos. Y quiero ir a jarrín. Mamá dice que falta poquito, que cuando sea un poquiiiiiiito mas guiande voy a poder ir todas las veces, y todos los días.
Quiero ver a papá. No se donde tá. Mamá dice que papá vive lejos, en la casa vieja. La casa vieja es mas guiande que la casa nueva. La casa nueva es chiquita. Pero mamá dice que no importa. Mamá dice que si yo toy bien, esa casa es buena.
Y papá está lejos. Papá no es bueno. Papá no me compra cosas. Pero no sé donde tá papá.
Y Pabio no quiere ser como mi papá. Pabio dice que yo ya tengo papá, por eso no quiere ser papá, poque no se puede tener dos papá, no se puede, no se puede. Pabio dice que puede ser amigo. Yo le dije que si, que quiero ser amigo de Pabio poque Pabio es bueno, hace nesquik y juega con Agustina.
Pabio dice que va a venir a jugar otro día. Y que va a comer también.
-Mamiiiiii
-¿Qué mi amor?
-¿Dónde está papá?
-En la casa vieja. Falta poquito para que venga
-Ah
-Mamiiiii
-¿Qué?
-¿Hoy es tu cumpleanios?
-No mi amor. Mañana
-¿Y cuándo es mañana?
-Después de dormir
-Ah
30. La sorpresa
-Hoy me voy un rato antes, tengo que hacer un trámite para la facultad, pero después te veo en tu casa. Qué linda estás hoy, parecés de treinta y nueve, no de cuarenta
-Y vos estás tan gracioso como siempre. Te veo después, dale
Lucía se quedó sonriendo con ternura al ver irse a Pablo con la puerta, con esa caminata rápida pero tranquila, de pasos largos y piernas largas, desairada, precavida pero espontánea, sin pensar demasiado, a veces hasta distraída, otras veces con cierta falta de afloje.
Miró al viejo que leía el diario como siempre detrás de unos anteojos un poco gastados por el uso y que no pisaban la óptica desde hacía por lo menos dos décadas.
La primavera encontraba un Madrid igual que siempre, cargada de urbanidad, de baches y embotellamientos, atascos, bocinazos, mujeres guapas, viejos enfurecidos, amigos derrotados en batallas, bares y cafés añorando alguna rumba flamenca, un leve cosquillar de Paco de Lucía en el medio del asfalto, un cine mudo y cálido, una risa sin maquillaje, un par de estaciones de subte, un perfume de mujer, conciso y precioso como el que circula por la mañana en un transporte casi repleto.
Por la ventana observaba esa tarde color café con leche que se avecinaba en el trajín de la vereda, donde un joven leía a Cortázar en la mesita de afuera, un oficinista comía nervios telefónicos y una mujer retaba a duelo a su marido en plena calle ante la mirada de su hijo, encandilado mirando un beso apasionado como si lo viera por primera vez.
Como si los clientes tuvieran ganas de aliviarle la jornada, esa que la tradición le asignaba como propia, se ausentaron de tal forma que parecía consensuado, y la tarde se consumió hasta la hora de irse.
Saludó al viejo igual que siempre, que esta vez ofreció una sonrisa más amable que de costumbre y salió por la Gran Vía, rumbo a su casa.
Acariciando el manojo de llaves en su discreta cartera que cada día tenía menos cosas y más utilidad (así lo decía su lógica particularmente poco femenina en la licenciatura de cosmetología) , esgrimiendo una sonrisa para sí y para el mundo, Lucía abrió la puerta y se estremeció levemente con la oscuridad reinante para la cual no estaba demasiado lista. Siempre la luz del recibidor estaba encendida. Esta vez no. No recordaba haberla apagado.
Cerró la puerta lentamente y dio media vuelta de llave. Frunciendo el ceño y endureciendo un tanto su mirada fuerte y en alto, aguzó el olfato y se extrañó nuevamente con el olor y el humo que sonaba y olía a serafina.
Tuvo que tener dos manos muy pequeñas en la cintura para empezar a sonreír. Una voz un poco más adulta susurraba: no te des vuelta, escuchá. Vos escuchá.
Al instante empezó un coro a dos voces que desafinaba con el mismo ímpetu que acariciaba el alma de Lucía. Un coro con algunos errores ortográficos en la primera voz, que la segunda intentaba corregir:
Debé sama la cilla que va en tus mano
(debes amar la arcilla que va en tus manos)
Debé sama su arena ta la locua
(debes amar su arena hasta la locura)
Y si no no la prenda que será e vano
(y sino, no la emprendas, que será en vano)
Solo el amor alumrra lo que perdurra
(solo el amor alumbra lo que perdura)
Solo el amor conviete e milarro e barro
(solo el amor convierte en milagro el barro)
-¿Vos le enseñaste esto?
-Sí, Pabio me enseñó, respondió Agustina. Era sequeto, po eso no te dije
-Está muy bien, respondió Lucía abrazando a su hija y sonriendo a Pablo a través de su hombro, pequeño, cálido, con olor a perfume de niña.
-Costó un poquito pero salió bastante bien, dijo Pablo devolviendo la sonrisa de Lucía y rompiendo el hielo que se había cristalizado entre la serafina, la torta que Pablo tenía en mano, las manos que Lucía tenía en la cara y la cara que tenía Agustina en la mirada de Lucía, que miraba encantada, emocionada y desbordada.
-Es lo más lindo que me hicieron en mucho tiempo, alcanzó a susurrar relajada Lucía, descargándose en los brazos de Pablo, que ahora dejaba la torta sobre la mesita del comedor.
-Quién te dice: quizás te acostumbres, respondió Pablo
Lucía cerró los ojos y volvió a agudizar el olfato, que ahora le devolvía un esperanzador olor a cena.
31. Sábanas confusas
La almohada cálida y húmeda, la cortina a medio cerrar dejando un velo de luz de un amanecer sin grandes promesas, una enorme de pila de papeles en la mesa moderna y lisa color beige, la tele con poco volumen con dos periodistas anunciando el clima de los próximos días.
Pero ya era bastante para Martín haber alcanzado el botón para callar el despertador que hacía hablar a los viejos amantes, tan separados como las sábanas del colchón tras una noche intensa.
El ruido del agua proveniente del baño lo hizo relajarse o al menos le dio un atisbo de tranquilidad para reflexionar sobre la poca reflexividad que había (¿o habían?) tenido.
El sexo se le había presentado como una maleta cargada de espinas, un cuerpo joven que intentaba explicarle que el amor se hacía con los cinco sentidos, aunque él no le encontrara más que uno.
Porque tenía demasiado bagaje sin procesar, demasiadas lunas afiladas en lo oscuro de su cuarto, demasiadas noches de más de un día sin sentir la humedad indómita del cuerpo ajeno.
Lo amortajaba la falta de plenitud adentro del cuerpo. El jueves empezaba como cualquier otro pero en distinta cama. Tantos meses y tantos años buscando la ostia, dividiendo y sumando panes y peces para que alguna eucaristía sin padre, sin hijos y con espíritu no tan santo se presentara con sus senos erguidos, las piernas como sirenas en el mar de los atisbos, la mirada como puñal asesino de nostalgias, que la divinidad se presentó tan diferente al paradigma de mujer que él tenía en mente, en carne y alma.
Se maldecía a sí mismo por buscar en Casandra la reencarnación versionada de Isabel. Se apuñalaba mentalmente con dos navajas de piel, se amarraba con tres cintas de culpa y se liberaba recordando un placer y un orgasmo sentido pero mentiroso como el push-up que Casandra no se había puesto.
Se cerraban las canillas, el agua dejaba de caer como la niebla vespertina y la toalla abrigaba el cuerpo esbelto y húmedo de Casandra, que respiraba aliviada buscando en su interior lo que ni siquiera sabía si había perdido. Pocas preguntas rondaban en su cabeza. Menos respuestas. Las sábanas le olían a tal falta de certezas que evitaba hacerle cuestionamientos aunque más no fuera para no soportar los alegatos que tendría para decir. Las pruebas sobraban: una cama desecha, húmeda y habitada por un hombre que, repentinamente, se le hacía desconocido y amigable, consolable y perdido, deseable en plazo corto a tasa de interés mediana, con poco riesgo a causa de baja inversión, con escaso futuro por baja conexión.
Le quedaban en el haber algunas caricias, decenas de latidos sin promesas, algunos besos complementarios en el vaivén de los cuerpos y cuatro o cinco huellas perdidas en el pecho, que el agua se había ocupado de evacuar.
No había más debe que las ganas de consuelo. La tristeza de Martín se le había presentado inexorablemente sin consuelo. Consuelo que siempre supo no podría suplir en pocas horas, aunque las manos se hubieran licenciado en pericia.
Con la misma pericia acomodaba su ropa disfrazando su silueta, sin pedir ni exigir peras al olmo, acatando el veredicto de la transición, denegando promesas vanas y ajustando el cinturón de la esperanza a las contadas hebillas del pantalón sin cierre.
Volvió al cuarto devolviendo los buenos días de Martín, saboreando un yogurt rutinario entre las pilas de papeles cargados de tinta, frases hechas y oficiales, sellos tan apasionantes como tejer un pulóver o desenredar la madeja del telar de la burocracia.
Martín sonrió mirándola. Casandra fingía que miraba y subrayaba un párrafo cargado de negritas en la hoja del expediente, dejando que la vista de Martín se acariciara a sí misma, casi masturbándose en un consuelo entre patético y esperanzador, ofreciendo un abanico de ilusiones que sabía que el viento se ocuparía de ampliar o encerrar.
Acomodó ligeramente las sábanas de la cama, tan confusas como Martín y tranquilas como Casandra, que saludaban a un miércoles al que no cabía pedirle explicaciones que los sortilegios que inundaban el cuarto.
32. La resiliencia de Pablo
Gastando una lapicera que cada día le resultaba más innecesaria, Pablo anotaba y observaba con gran esfuerzo los gestos del señor Dragutinovic, que con un acento español despertaba de a ratos una risa que Pablo se contenía para no externalizar en medio de la multitud del aula magna de la UAM, pequeño-gran palacio con olor a adolescencia empeñada en aprender y rendir cuentas. La barba crecida, el pelo llovido y castaño, un tono de voz bastante monótono con unos brazos gesticulosos que se embadurnaban articulando conceptos de autoridad y racionalidad burocrática en el sistema capitalista según Max Weber, dando cuenta de diferentes tipos de dominación que Pablo se había hartado de oír.
Se distrajo imaginando su rostro en otro ambiente. No pudo evitar sonreír y comentarle por lo bajo a su compañera sin nombre que ese gran hombre catedrático tenía un increíble parecido con Luis Eduardo Aute. Calló para no pasar por inoportuno, cerró los ojos y sonrió imaginándoselo entonando un qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido,desentonando escandalosamente con la seriedad que el medio exigía. Volvió rápidamente al discurso oficial, que ahora se despachaba con las formas que la antropología encontraba en el siglo XIX para pensar las sociedades con y sin estado bajo los dictámenes de la antropología política, y un tal Evans Pritchard y otro tal Brown que, etno y eurocentrismo mediante combinaban en letras y apuntes una etnografía particular.
Pablo se interesaba a la vez que se aburría. Los cambios de tema lo mareaban sin encontrar el centro. La discusión le resultaba irónicamente reveladora, casi graciosa cada vez que oía eurocentrismo y miraba la bandera roja y amarilla que se presentaba tímida debajo del escudo universitario, sobre la puerta marrón madera, enorme y silenciosamente perfecta.
Sonó el timbre anunciando el final, con promesas de analizar el conflicto entre la burocracia y el Estado en la Alemania pre-nazi en el próximo encuentro. Encuentro que a Pablo siempre se le presentaba, al menos en la víspera, dudoso.
Lanzó miradas a los ejemplares femeninos que inundaban con su perfume el ambiente ya de por sí cálido del gran salón y se despidió sin saludar y sin expectativas, sencillamente porque no las había depositado.
Se metió en el subte y bajó como siempre en la estación Atocha, para dirigirse al mismo bar de siempre. Pensó en Camila un leve instante. Su mente hizo un gesto de negación, como el de un bebé que frunce el ceño y rechaza el puré de manzana por exceso de calor y quita con las manos nerviosas las manos que se disponen a hacer el pequeño viaje del plato a la boca.
Como una epifanía Camila se le aparecía de espaldas, más vestida y arropada que su incertidumbre. Él se aparecía desvestido, libre, desamarrado de gastos y deudas, cargado de cheques que, pensó, sería mejor depositar en un banco que lo recibiera con menos burocracia previa.
La resiliencia, pensaba, la resiliencia. Se estremecía pensándose en alguna situación ruinosa que ameritara el sustantivo que tenía en mente, y asentía para sí pensando en la relatividad de la terminología que, al subjetivarse, se volvía tan verdadera y necesaria como sus ganas de reponerse. La vida tenía que estar un poco más cerca una vez que las dudas hubieran cruzado el aeropuerto.
Las dudas habían partido, la incertidumbre se había arropado a más no poder y a más no volver, porque Camila no volvió a aparecer por Casablanca, al menos no por el bar. Sólo entonces recordó que ni siquiera habían intercambiado teléfonos, ese trámite que Pablo encontraba tan ridículo y patético como vender lo que no tenía en stock.
Encendió un cigarrillo y fumó en la puerta, mirando los balcones de la Gran Vía y los comercios que si bien no visitaba ya le resultaban familiares. Aunque se los olvidara a dar vuelta la esquina. Miró de reojo hacia adentro y recibió la sonrisa del viejo que se mezclaba con un ojo amenazante en caso de que el humo caprichoso se esparciera sobre las mesas a medio llenar en la víspera del atardecer.
Miró a Lucía, que le sonrió con la ternura que la caracterizaba, los ojos llenos y profundos que erguían una mirada sincera, un corazón al viento que agradecía cada brisa renovadora que pasaba sobre su pecho un tanto fatigado de latir pero incansablemente expectante, en una suerte de telepatía que entendía igual que Pablo la resiliencia subjetiva.
Casi sin querer abrió su billetera y miró su documento, su nombre. Sonrió casi imitando a Agustina y pronunció su segundo nombre, Pabio, evocó la risa con dientes a medio salir.
Volvió a pensar en Lucía, en las bromas diarias, en la mirada abrigadora en un país en el que había puesto las maletas cargadas de incertidumbre y de tristeza paterna, en la esperanza y la calidez que le transmitía, en la negación que se había puesto a mirarla como si fuera una mujer como cualquier otra, intentando digerir y asimilar que no era la segunda parte de Francisco, pero se pensó demasiado afligido como para apresurarse a desabotonarse la camisa de la entrega.
Quién te dice, se dijo a sí mismo, quizás algún día te acostumbres.
Apagó el cigarrillo con apuro, lo lanzó en la bocacalle y entró al bar.
33. La transición de los corazones
-¿Cómo anda hoy mi guerrillero furtivo que ataca por sorpresa?
-Bien, mejorando. Estuve pensando en eso de la resiliencia y me vino bastante bien
-¿Hiciste un simulacro de campo de concentración o mataste a tu madre?
-Ya me estás copiando, eso lo diría yo. No, tampoco para tanto. Pero aunque suene raro, creo que algunas cosas por algo pasan. O para algo pasan
-¿A que te referís?
-Que quizás lo mejor que me podía pasar era que Camila no apareciera. O que apareciera, aunque más no fuera para darme cuenta qué es lo que no tengo que hacer
-Algo así es lo que te quise decir el otro día. Aunque te suene estúpido, ya vas a encontrar a la verdadera
-Suena cursi, pero por algo existe esa palabra, así que a alguien le debe haber tocado alguna vez. Aunque parezca un milagro. Porque el amor es un milagro
-Sí, es un milagro
-Sí, casi una contingencia imposible
-¿O sea?
-Que se tienen que alinear catorce planetas para que eso pase. Ya el amor correspondido es un milagro. Sumale a eso la soltería de dos personas, que se conozcan en el momento adecuado, que compartan una forma parecida de pensar y que hasta tengan ganas de comprometerse.
-Comprometerse…
-Sí, comprometerse. No digo casarse, pero comprometerse, no entender la compañía como si fuera una soga que te ata, sino como una suerte de cable a tierra que te libera. Si algo de bueno tiene el amor es que sos libre
-Ahora te copiaste vos. Ojalá a mis veinte me hubiera encontrado un guerrillerito como vos. Ahora estoy un poco vieja, sería injusto
-Si estás esperando que la justicia exista, vas muerta che. Si querés un simulacro podés estudiar derecho. Pero estudiar seis años para aprender a mentir es bastante distinto de hacer justicia
-Si te escuchara Casandra…
-¿Quién es Casandra?
-¡Mi abogada!
-Bueno, lo dije con ironía, cada cual que haga lo que quiera. Pero bueno, algún día no sé si habrá justicia, pero con buenas intenciones espero que alguna vez se llegue a algo
Lucía escuchaba a Pablo y Pablo escuchaba a Lucía. Las voces se confundían. El uno parecía escucharse en las palabras del otro. Lucía esperaba con tranquilidad aunque ansiosa que Pablo se percatara de que sus bromas tenían contenido además de gracia, que el mar de experiencias no separaba más que números. Pablo se maldecía de su racionalismo. A fin de cuentas, ¿qué le impedía ilusionarse? ¿quién era el tiempo, quién era la justicia para alegar y dictar veredicto sobre la irracionalidad más grande que la humanidad y los latidos habían creado jamás? Para Pablo no los separaba el presente sino el futuro. Cuando yo tenga su edad ella va a tener sesenta, pensaba y se estremecía. No le importaban los desdenes de la carne y de los huesos, pero su cosmovisión se nublaba y se perdía entre lo que había soñado y lo que le tocaba.
Instantáneamente se insultaba, dándose cuenta que el asfalto, la calle y el aire superaban cualquier sueño.
Lucía acariciaba su vientre, por un instante recordaba el de Mariela, tan cargado de juventud y olor a calidez, acariciaba las alas de las pequeñas mariposas que se batían dentro de ella, en una mirada que le correspondía y le respondía con sinceridad y le hacían olvidar los números que dictaba el pasaporte, los caminos que se dibujaban en sus manos y en las de Pablo. En su cabeza se perdían todos los datos y se encontraban todos los cuerpos. Se sorprendió pensándose en sus brazos en el medio de una noche primaveral, divina y alada como no recordaba tenerla desde hacía un buen tiempo.
La justicia se le presentaba imposible. La vida le depositaba esperanza a costa de obstáculos.
Terminaba entonces por aceptar que su lugar quizás era ese: la tercera pata del triángulo isósceles en una mesa de algarrobo, la esperanza en una mirada joven, lúcida y transparente, el sueño de una noche de verano reencarnado quizás en unos brazos que todavía no se desabotonaban el cierre del riesgo.
Se pensaba ahora abalanzándose cálidamente sobre su rostro y saboreando la comisura de sus labios gastados de caminar en la cuesta del desengaño, necesitados de un calor genuino que no contara las agujas del reloj ni revoloteara las alas por si algún fantasma de entrometía por la ventana. Sólo la indecisión de Pablo condimentada levemente con la suya le impedían trastocar su cuerpo con el suyo en mitad del asfalto para sonreír con alivio sobre la carne derramada.
Se quedaron mirándose en la puerta del bar, ante la expectante mirada del viejo que esperaba un beso de tornillo como si fuera una película de los años treinta. Quiso la noche empañarse con la transición de los corazones y que el beso se postergara, al menos hasta ajustar algunas tuercas.
34. La sal en el mar de Lucía
Haciendo uso y abuso de la ausencia de Agustina, contemplando en el ventanal la caída de la noche, anunciándose a sí misma el fin de una cena solitaria, alumbrando la casa con velas e inciensos, agitando el perfume como si fuera una cita, apagando las luces artificiales y encendiendo la imaginación, Lucía abrió la canilla para que el agua comience a llenar la bañera.
Miro su cuerpo en el espejo que se iba desabrigando de disfraces y abrigándose de autoestima. Le bastaba un poco de tranquilidad y de paz para sumirse en la auto contemplación casi orgullosa de su cuerpo que pasaba por la mitad de la vida, encantado de saberse herido, bienaventurado de haber recorrido los pasos de las noches y los días, expectante de suspiros por venir y acariciando el fantasma del cuerpo anhelado.
Sonrió frente al espejo como si se terminara de colocar maquillaje y con una delicadeza celestial rozó el agua con la punta del pie, que sonrió cálida y plácida con el contacto de su piel que iba a contramano del paso de los años, como si embelleciera con el paso del tiempo. La voz de la experiencia le susurraba al oído barbaridades indecibles que su mente se ocuparía de pronunciar en silencio.
Como si acostara a un bebé relajó su cuerpo y apoyó su espalda contra el borde de la bañera, mientras el agua cubría su cuerpo sin por ello dejar de transparentarlo.
Pocos minutos tardó en cerrar los ojos, en vislumbrar el fantasma de Pablo al otro lado de la costa en la que se había convertido ese gran recipiente de cuerpos.
Abrió los ojos húmedos y un tanto ahogados debajo del agua que caía sobre su pelo negro y deslizaba impávida sobre su cuerpo. Sus manos empezaban a navegar en el mar de los anhelos, recorriendo cuanto rincón se le cruzara en su camino, se movían literalmente como peces en el agua sin detenerse, agitando las alas sobre sus hombros, sus brazos finos que abrazaban su cuerpo con la fuerza que suponían los de Pablo.
Descendían y ascendían ahora en el rugir de sus pechos pequeños que se erizaban y erguían, enrojeciendo sus pezones que los recorrían cada una de sus manos y sus reveses en forma circular, como si decorara la punta de un palacio cargado de sensaciones.
Su vientre languidecía plano, como si negara la llegada de Agustina años atrás, y lucía cálido entre sus manos que lo rozaban, en su ombligo lleno de agua hasta el tope, que ahora se dejaba erizar cuando Lucía enderezaba su cuerpo como si fuera una bailarina, dejando que el aire templado del ambiente contraste con la calidez del agua.
Sus muslos emulaban un vaso a medio llenar, mitad cubiertos, mitad recorridos por el vapor que inundaba el aire y los embellecía celosos, envidiables; sus manos apuraban el paso y la intensidad, casi apretándolos, deslizándose hacia la parte posterior y tomándolos con fuerza. Lamentaba ya en ese instante su soledad. La imaginación se le perdía y encontraba en sus manos una ligera calma que desfogaba sus ansias de cuerpo compartido.
La cabeza se le iba, se le perdía entre los recovecos de la carne y Lucía encontraba su norte en el sur de su vientre; abría sus piernas que se deslizaban y resbalaban en el suelo casi cilíndrico y enjabonado; sus dedos se perdían ansiosos en su mar de tacto entre las aves de coral que abrían su flor de perfume salado y dejaban ingresar con semáforo verde las sirenas que se perdían en lo oscuro; sus piernas apuraban el paso, se contraían una y otra vez al ritmo de su mano que alcanzaba con creces la intensidad anhelada; se liberaban a paso decidido hasta que sus rodillas casi rozaban su pecho y sus manos ramificadas buscaban y encontraban la llave del orgasmo, emulando con su pestillo la cintura de Pablo introduciéndose en la puerta misma del Edén que no anunciaba horario de salida.
Se deshizo en llamas, sales y lagunas celebrando los delirios de la carne y del sueño, encendiendo cinco sentidos y alguno más que complementara la ausencia reencarnada, la eucaristía satánica que conducía al paraíso mismo.
Quedó almibarada y desarmada unos minutos, con el agua que había dejado de caer y seguía resbalando hasta el piso que la propia noche se ocuparía de secar.
Volvió a su cama, enorme e inabarcable que respiraba aliviada igual que Lucía, soñando despierta con una ausencia evidentemente evocable, replicable, que algún día, pensaba Lucía adormecida, dejaría de ser tal.
35. Juez y parte
Silenciosa la llave que yacía quieta en el pestillo de la entrada. Calmo el aire otoñal que se colaba en el ventanal dibujando una y más estelas en el sillón de algarrobo del comedor.
Más quieta aún ahora la cucharita que con su quietud pisaba resbalando el fondo de la taza de café, que desprendía un vapor que calentaba la nariz de Lucía, que miraba con ojos llenos y un tanto perdidos el vaivén del líquido oscuro.
Pablo hacía lo propio, estirando los brazos, bostezando y buscando el pulóver detrás de la silla para cubrir el frío que entraba por la ventanita de la cocina, desde la que se observaban algunas casitas y no tan casitas. Más a lo lejos, la estación de Atocha, dos vías de tren sin trenes y algún que otro caminante.
Madrid andaba entre sus calles angostas soñando algún cambio que no llegaba nunca. La mañana encendía las radios, los oficinistas comentaban con vergüenza la paliza en el Camp Nou. Messi y sus secuaces quebraban la cintura de un torta con seis velas y llenaba de merengue el arco rival en una tarde como cualquier otra, donde el regionalismo esta vez cantaba en catalán. Las calles se cargaban de autos entre los atascos y vociferaban barbaridades, entre bocinazos y estruendos, como si la paz se hiciera con ruido.
El parlamento discutía inútilmente (aunque siempre con un lenguaje discretamente republicano) la integración o la expulsión de inmigrantes, que, en tiempos de crisis, seguían, según argumentaban algunos, quitando trabajo a los españoles. Ninguno se preguntaba por qué algunas veces los necesitaban como al agua y otras eran simplemente una carga que contaminaba la buena herencia católica de tiempos inmemoriales. Tampoco se preguntaban por qué habían llegado a un 15% de desempleo: simplemente les había llegado. Quizás tampoco se preguntaban si algunos de esos otros que llegaban balbuceando entre los estrechos no tenían en su país una tasa de desempleo triplicada, o si alguna vez habían conocido ese progreso que se había convertido en anatema del universo.
No se interrumpió la sesión, pero en la casa de Lucía sonó el teléfono e interrumpió el vaivén de cucharas
-¿Lucía? ¿Cómo te va? Te habla Casandra
-Ey, ¿cómo te va, tanto tiempo?
-Bien, muy bien, trabajando acá con tu caso
-Decime, ¿qué pasó?
-Sinceramente estamos barajando la posibilidad (por no decir la necesidad) de que vengas a declarar. Martín trajo unas cuantas pruebas, más algunos datos y estrategias con las que estuvimos trabajando, más tu testimonio y otros más, yo creo que sería muy bueno, quiero decir, que traería un resultado favorable, o al menos, aumentaría las chances
-Entiendo
-Pero tranquila, no me lo tenés que contestar ahora, yo te lo informo porque me parece relevante. Cuando estés lista, dentro de los plazos normales, me confirmás o no. Es tu vida y tu caso
-Perfecto Casandra, muchas gracias
-De nada. Un beso grande
-Adiós, gracias
Lucía colgó el teléfono un tanto colmada. La sola imagen de un jurado, de su madre, de su presencia y sobre todo, de su injerencia en ese proceso la turbaba.
-¿Qué pasó?
-Era mi abogada, para decirme que sería bueno que yo fuera a declarar contra mi madre
-¿Y por qué no?
-No sé, no es fácil, sabés. Es mandar a mi vieja a la horca al fin y al cabo. Yo no puedo ser juez y parte
-No sos juez, sos parte nomás
-Sí, pero la van a juzgar según eso también. No sé. Me entran las dudas. Tenías razón al final. No sé si es aprender a mentir, pero no entiendo por qué todo tiene que basarse en lo normativo. ¿Tenemos que ser siempre tan inquisidores? ¿siempre hay que buscar una cabeza que cortar para lavar culpas? Será muy correcto y muy legal, pero yo no sé si quiero eso
-Entonces no lo hagas. Tomate tu tiempo, pensálo bien y después verás. No es fácil tu lugar, entiendo
Lucía no dijo más nada. Agobiada se arrojó a los brazos de Pablo. Lucía era tan pequeña que cabía en los brazos de cualquiera. Sin embargo, contadas veces se acurrucaba en algún hombro. Allí se quedó, como buscando refugio.
Y agustina no tardó en presentarse en la fiscalía de la cocina:
-¡Pabio! ¿Ya sos el novio de mamá?
36. El vaso vacío
Los ojos estaban vidriosos hace rato, perdidos en el fondo del decimo quinto vaso cuyo contenido ya importaba bastante poco. Martín aspiró nuevamente el humo del atado de cigarrillos que ya contaba sus últimas unidades, que pedían auxilio ante el avance devorador de su verdugo, empeñado en consumir uno tras otro, mezclando tabaco con alcohol y alcohol con tabaco, que jamás terminaba de saciar una ansiedad sin nombre ni fondo. Tan sin fondo como el vaso que volvía a empinar, con dos cubitos de hielo que ya casi se hacían invisibles, haciendo juego con una luz que cada vez se apagaba más en aquel bar de la calle Paraguay. Una música estruendosa, no tan desagradable como las habituales pero lo suficientemente fuerte como para contribuir al ensordecimiento de Martín, que divagaba entre las miradas al escote de la camarera, el culo de dos jóvenes que se balanceaban entre risas y se insultaba, muy en el fondo. Se reconciliaba consigo mismo argumentando que un pantalón blanco ajustado estaba diciendo, Lacan mediante, por favor mirame. A la derecha de su banquete tambaleante por su movimiento tan lejos de la sobriedad, una mesa ratona pequeña y cuatro o cinco sillones que miraba con envidia, ocupados por seis jóvenes, que entre el estruendo intentaban vaga y vanamente entablar una conversación. Al fondo una rubia de ojos claros, pintada hasta la médula, con un escote generoso, susurraba al oído de un muchacho algo indescifrable y seguramente impronunciable; otra morocha reía a carcajadas en el hombro de su amiga, ésta un poco más discreta, apenas con una musculosa; otros dos chicos comentaban seguramente, dado su vestimenta deportiva, la derrota de Boca el día anterior o la insolencia con que la rubia se dirigía hacia sus congéneres masculinos.
Volvía la mirada hacia atrás, con una pequeña pista de baile cargada de jóvenes que, de acuerdo con él, no entendían nada.
¿A qué hombre se le ocurre bailar esta mierda y con otro hombre? ¿Dónde quedaron los lentos, las baladas de los Beatles, los finales de Hey jude con los que podía abrazar a Isabel durante casi siete minutos? Esto es una mierda, un antro de drogones y borrachos intentando conseguir algo de sexo, algo así como lo que hago yo, pero sin el sexo, y sin estar drogado pero con un pedo monumental. Sólo nos separan unos quince o veinte años y algunas canas, algunas en el aire y otras en el suelo. La puta, qué mareo que tengo. No veo una mierda, me duele hasta el culo de estar sentado acá, pero pararme es imposible. Si me paro me caigo, puta madre. ¿y Casandra? ¿cómo estará Casandra? ¿qué hice con Casandra? ¿para qué busqué a Casandra, si soy un pelotudo que sigue buscando en los espejos a su viuda? Tengo que ir a verla, no me importa que me saque cagando. Tendría razón, pero no. Encima es tan buena que es capaz de prestarme el sillón y su paciencia. ¿Y si se enganchó? ¿y si la jodí? Tengo que tener medio testículo y verla. Aunque más no sea en este estado calamitoso. Aunque más no sea para decirle que soy un cobarde, un pelotudo que no sabe lo que quiere, un viejo partido al medio en la mitad de la vida, sin rumbo ni objetivo, una lacra alcoholizado rodeado de pendejos en pleno barrio norte a las tres de la mañana de un sábado. Eso soy en este momento. No sé cómo, pero me voy.
A duras penas y en un lapso que debió ocupar por lo menos una hora, Martín fue al baño, devolvió al inodoro buena parte de lo que le había brindado la barra y su camarera y se marchó tambaleando con un paso patético, que no fue apercibido por ninguno de los jóvenes que pululaban y devoraban a ojos abiertos y semi cerrados las siluetas femeninas cargadas de ansiedad, esa misma que busca la compañía en el antro más solitario.
Quince minutos más demoró en pensar cómo llegar. Cuatro cervezas y tres whiskies complicaban el trayecto que suponía ir de barrio norte a Flores. Sin saber cómo se metió en un taxi, no sin antes darse fuerte la cabeza contra el techo al entrar y balbuceó como pudo la dirección de Casandra. Con una suerte de vergüenza ajena al revés, es decir propia, y con casi nada más para perder tocó la puerta unas catorce veces, que en su cabeza eran sin embargo dos.
La puerta se abrió sorprendida y sin preguntar (como si el Derecho estuviera de feria los sábados) después de unos segundos que para Martín eran horas cabeceando contra el picaporte y perdiéndose entre las hendijas de la puerta rústica tallada, de esas que ya no se hacían. Pero esto lo pensó al día siguiente.
-¿Qué te pasó? Es tardísimo…
-
-Qué pedo que tenés Martín, por dios. Pasá
-Casandra…
-Tranquilo, vení, sentate
-Perdoname Casandra, soy una mierda
-¿Qué pasa?
- Soy una mierda Casandra. Perdoname. No sé qué hacer. No sé vivir sin mi mujer, sin Isabel. E Isabel no está, no va a volver, y vos no tenés la culpa, perdoname Casandra, me voy, me voy, es patético, soy patético Casandra, perdón, me voy
-No te podés ir así, quedáte acá, mañana ves que hacés
-Me voy Casandra
37. El vaso lleno
La puerta abierta, el aroma rancio en el recibidor y en la cabeza. Una confusión sin demasiado sentido, una media esperanza sin consolidar embrujada en el aire que no pedía perdón ni prometía imposibles.
Un monosílabo que no llegó a pronunciar, una mano que vanamente intentó detener el paso firme de Martín, que salió tambaleando por la puerta y doblando hacia el pasillo que daba al ascensor, aunque Martín no entendiera en ese momento que la luz roja ameritaba esperar a que el mismo llegase.
Casandra lo miró desde la puerta, confundida, extrañada, sorprendida. No estaba demasiado convencida de quién era, de qué quería de él ni muchos menos de lo que esperaba. Ciertamente no quedaba demasiado, pero a contrapartida de la borrachera de Martín, Casandra miraba el vaso lleno del asunto. Aunque sacando cuentas no había más que tres charlas, intercambio de datos para un expediente, unas decenas de caricias, un encuentro agradable y otro etílico y penoso.
Penoso. Eso era. En el fondo sentía pena por ese hombre que en la mitad de su vida se marchaba de su casa tan solo y en ese estado. Estado que Casandra supo en ese mismo instante no podría alterar. Siempre había sido más o menos conciente de ello, pero mirándolo tan triste y apesadumbrado, verdugo de sí mismo, no pudo pensar un solo número que cuadrara en su ecuación de añoranza. Cierto era que podría haberlo dejado quedarse, y eso hizo. Cierto era que podría bañarlo en café y hablar, pero Martín no había dado ni tiempo.
Otro monosílabo sin llegar a pronunciar, quizás apenas una eme, y las puertas del ascensor dejaban la última estela de aquel hombre.
Volvió a sentir pena por Martín, a experimentar en el laboratorio con el pequeño tubo de ensayo de la impotencia. En el fondo y no tan profundo, lo que le embargaba la habitación era eso. No la ausencia de un hombre en su vida, no la inestabilidad sentimental, tampoco la falta de decencia con que Martín se había presentado en su casa. Menos la falta de noches sin un beso para llevarse a la boca. Lo que le nublaba el pecho era la impotencia de no poder como mujer reubicar a Martín en el seno del mundo y de la vida, que aunque él no lo supiera, todavía continuaba. Una suerte de generosidad natural azucarada con dos cucharitas de orgullo femenino. Y sin embargo se sentía satisfecha. Tampoco tenía por qué las cruces de aquel hombre que se empeñaba en perder al ta-te-ti . Si no alcanzaba con sus círculos de confianza y mano tendida esperando una derecha que dictara un tratado de paz, por más desazón que se colara, hasta allí llegaba el juego.
Volvió a su café cargado en el escritorio marrón algarrobo que, contra la ventana y debajo de una gran pila de libros y expedientes, era iluminado por su lámpara que combinaba perfectamente con el mueble.
Inspeccionó una vez más los papeles, suspirando fuerte ante los borroneos y las tachaduras de las hojas que cada día le parecía hacían más ininteligible y complicada la situación. No queda otra, Lucía va a tener que declarar. Esta mujer está demasiado acomodada como para tocarle algo. ¿Quién me manda a meterme en esto? ¿Por qué la generosidad se parece tanto a la estupidez? Siempre quedo pegada. Y no es que Lucía no lo merezca, es que es agotador esto.
Se contuvo para no discar el 0034 que antecedía al número de Lucía en Madrid. La hora y sobre todo la paciencia respecto a su amiga la hicieron colgar nuevamente el teléfono.
Hasta el caso se le presentaba abrumador. Lo que había empezado como una gran prueba de eficiencia y responsabilidad profesional, se había convertido en una fila de códigos, nombres y argumentos demasiado difíciles de articular positivamente.
Necesito vacaciones, pensó relajando sus hombros y estirando la cabeza hacia atrás, con sus ojos marrones con pequeñas líneas enrojecidas por el cansancio.
Recostó la cabeza que pedía a gritos un cambio de ritmo. Cambio de ritmo, pensó. Eso necesito. La rutina es la rutina. Podría ser un poco más inrutinaria, y rió ante el neologismo que, sin saber cómo, le hizo recordar a Francisco. Peor aún, la muerte se le vino al seno de sus pensamientos. Nunca había pensado en ella. De repente se le aparecía nebulosa, horrible, tajante en la mitad de la noche. Como la muerte anda en secreto, tarareó para sí. Una melancolía como de niña confundida le embargó el cuerpo. Rió mirando por la ventana e imaginando una casa en el árbol pálido por el otoño, raído por el viento que limaba las ventanas de los balcones de su barrio, tan quieto a esas horas como un río manso. Apenas unas exclamaciones de una esquina a otra, siempre cargadas de cervezas para las que no faltaban solicitantes.
Volteó la cabeza, volvió a los papeles, cerró el expediente con sus manos cargadas de hartazgo y encendió la tele, que por casualidad estaba apagada. El aparato sin contenido resultaba por esa misma razón una suerte de mini componente con música funcional que de vez en cuando pasaba un noticiero. Encendió un cigarrillo, ya recostada en la cama y cubierta hasta las mejillas, escapando del invierno que mandaba cartas a documento anunciándose para el mes siguiente.
Minutos después, como su cigarrillo, su vigilia se consumió casi al instante.
38. Confirmación
Como si el viento anunciara alguna clase de cambio, Casandra atendió el teléfono expectante.
-Hola Casandra, ¿cómo estás? Te habla Lucía
-Hola, ¿cómo estás? Justo andaba pensando en vos, mientras miraba el expediente
-¿Cómo viene la mano?
-Ahí, medio complicada, pero la vamos llevando
-Mirá, te voy a ser sincera. Estuve pensando y la verdad que en algún punto estoy resignada a participar
-Es normal, ya tuviste demasiado
-Sí, es eso. La sensación de no querer seguir ahondando en esta historia. No quiero ser juez de su vida
-No vas a ser juez
-Bueno, no sé si quiero ser parte
-Entiendo
-Pero por otro lado, creo que necesito cerrar esto. Me va a quedar esa vena abierta de no haber terminado las cosas. Estoy un poco confundida al respecto, me siento una inquisidora, pero por otra parte y aunque suene mal, se lo merece. Es mi vieja, pero es una hija de puta
-Sí, es cierto
Casandra dejaba que el viento de Lucía empuje hacia el punto cardinal que ella quisiera. Su compromiso le impedía participar subjetivamente en el asunto. Una especie de atadura voluntaria condimentada con demasiada amistad.
-Pero además me siento en deuda con vos. Si es necesario que lo haga, lo tengo que hacer y lo voy a hacer
-No estás en deuda Lucía, yo asumí el compromiso
-Y yo te pedí que lo asumieras. Decime entonces cómo viene la mano
-Sinceramente, vendría bien que declares. No me gusta decirte lo que tenés o tendrías que hacer, pero es lo que le diría a cualquiera en tu situación. Las pruebas que alcanzó Martín son buenas, pero necesitamos alguna clase de refuerzo. El expediente está cargado de nombre, de idas y venidas, los testimonios de la parte de ella son confusos, algunos contradictorios, y no tenemos tantas pruebas concretas como para argumentar en su contra en ese sentido.
-Entiendo. ¿Qué tengo que hacer entonces?
-Bueno, dado que estás un poco lejos, lo que podés hacer es mandarme por fax o por mail si querés una declaración al menos como boceto. En unos meses tendrías que venir acá aunque sea problemático, para que la redactemos, corrijamos y charlemos más en profundidad lo que falte. Yo te voy a enviar un informe más o menos resumido de la situación para que tengas una idea y sepas a dónde apuntalar lo que tenés y querés decir.
-¿Y cuándo es el juicio?
-Todavía no está determinado si irá a juicio, faltan un par de instancias. Pero de darse así, yo calculo que para septiembre será.
Lucía calculó fechas en función de cualquier otra cosa. Pablo se iba a mediados de julio, agosto a más tardar.
-Bueno, entonces voy a hacer lo que me dijiste y cuando tengas alguna otra fecha confirmada me avisás y veo cómo hago para viajar allá.
-Perfecto Lucía. ¿Cómo anda tu nena?
-Ay bien, hermosa, habla hasta por los codos, camina derechito, aunque extraño esos pasitos chuecos. Y habla bastante bien. Ojalá hablara así el resto de su vida, que no crezca
-Qué bueno. ¿De Ricardo se sabe algo?, preguntó Casandra con arrepentimiento, como si se inmiscuyera demasiado en el asunto, algo que Lucía no interpretó así
-Yo al menos sé poco y nada. Hasta donde yo sé estaba detenido, no tuve más noticias. Es todo un tema que no sé cómo tratar con Agus precisamente. Pregunta por él, busca un padre en todos lados. Me da cosa por ella, pero justo ese padre que yo le elegí es el peor del mundo, no le hace bien. No le puede hacer bien a nadie. Es todo un tema. Pero bueno, ya veré cómo arreglarlo. Supongo que cuando vaya a Buenos Aires veré si me ocupo también de eso.
-Está bien. Quedáte tranquila, de alguna forma lo vas a arreglar. Fuerza, mujer
-Gracias Casandrita. No te molesto más, aprovecho mi domingo y te dejo aprovechar el tuyo
-Dale gracias. Seguimos en contacto, un beso grande
-Otro para vos, adiós
Lucía colgó el teléfono con una mezcla de orgullo por su coraje y de espanto por ese mismo motivo. Le aterraba en el fondo estar en el banquito inquisidor que, por algún motivo, no podía dejar de mirar como tal. Miró a Agustina, que miraba por la ventana mientras jugaba con una muñeca y balbuceaba niñerías. En el sillón Pablo leía, y Lucía pensaba en su despedida.
39. El temblor de los cristales
-¿Otra vez leyendo a Castillo?
- Pensaba que acá desde el 74 uno podía leer a quien quiera
-Me llama la atención nomás
-Es que este cuento me mata Lucía. Este final cada vez que lo leo me gusta más. Esa descripción apabullante, catastrófica, calamitosa, los dos viejos compartiendo una navidad, él que lo emborracha para hacerlo feliz por un rato, y este final: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo. Es tan borgiano, es alucinante. Me recuerda a cuando estaba en la escuela y lo leí, me acuerdo que le pedí al profe si podía leer
-¿Y te dejó?, preguntó Lucía que ya lo miraba con ternura y dejaba que sus palabras y sus gestos cortaran el aire del comedor
-Sí, y me acuerdo que cuando leí el final el grupo de chicas sentado en la segunda fila dijo “¡ay!”, como si las hubiera picado una avispa o hubieran visto Tiburón por primera vez. Fue increíble
-Mira vos, no te tenía ese lado sádico
-Ay che, no es sadismo, pero me sorprendió que se pusiera así. Es un cuento. Además es simbólico, lo mata para que muera feliz
-Es una buena excusa, sí
Pablo esbozó una risa sin sonido, sonrió, pasó levemente su lengua por sus labios y observó casi de reojo a Agustina, miró por el ventanal que daba a la avenida y sin saber cómo giró su cabeza y se encontró con sus dos manos enlazadas a las de Lucía.
-¿Qué te dijo Casandra?
-Parece que voy a tener que declarar, y creo que lo voy a hacer. En unos meses tengo que ir a Buenos Aires para ver eso precisamente
-Podemos volver juntos entonces
Lucía bajó la mirada, como si negara la partida de Pablo. Él se conmovió, acarició el antebrazo de Lucía oculto bajo el sweater.
-¿Qué pasa?
Lucía se desplomó en sus brazos, apoyando la cabeza en su hombro y acariciando el estampado de su remera que cubría su pecho.
-Que no quiero que te vayas
-Pero falta para eso
-Pero el tiempo pasa rápido, y me voy a quedar sola. Sin nadie que me acompañe en el trabajo, sin nadie que me escuche como ahora, sin nadie que…
-¿Que qué?
Lucía posó su índice en la mandíbula de Pablo, acariciándolo detrás de la oreja, enderezando su rostro hacia ella. Quiso la tarde de domingo, o la cinta de una película que alguna vez tenía que rodarse, o el temblor de los cristales del ventanal que pedían a gritos un poco de paz, o el temor al vacío, o simplemente el deseo que Lucía lo besara con una delicadeza inconmensurable, como si los labios se fueran a desarmar.
Pablo respondió sorprendido pero aliviado, como si la humedad le borrara como un pincel las dudas generacionales, los planteos racionalistas o la duda metódica. Se detuvo un instante y miró a Lucía, que seguía sonriéndole como si mirara a un niño, aunque viera a un hombre más grande que los que cruzaba a diario. Siguió mirándolo esbozando una lengua que pedía compañía, dibujando una mirada espejada que incitara a la continuación. No se hizo esperar, pero sí interrumpir
-¡Bien! ¿ya sos el novio de mamá?
Pablo y Lucía sonrieron y rieron pero esta vez no hicieron ninguna aclaración.
Simplemente dejaron que Agustina corriera hacia el pequeño recoveco ubicado entre las cuatro piernas y se abrazara como si se fuera a caer de un precipicio. Pablo la subió en brazos y besó su mejilla de goma espuma mullida.
Lucía miraba a ambos y quería retratar ese cuadro, congelar el tiempo con la savia de la paz y quedarse, dormida tenuemente en aquel sillón de la vida. Pablo miraba a Agustina con ganas de que alguna vez su hija fuera así. La pequeña sonreía y mostraba los dientes (y la falta de ellos) con el orgullo de mujer que desfila por la playa. Luego cerró la boca. La volvió a abrir sólo para decir: te quiero Pabio. Yo también, respondió Pablo. Yo también, dijo Lucía para sí.
40. Caminos inciertos
La tarde se quitaba el velo y se mostraba fría prometiendo peores grados bajada la noche. A la puerta poco le importaba y sonaba tímida en la madera lisa de la puerta del departamento de Casandra. El golpe la encontraba a medio vestir y bastante sorprendida de una visita que no esperaba.
Coherente con eso, Casandra abrió la puerta para no encontrar a nadie. Sólo dos notas: cuidado con lo que buscás. La otra, con una letra pre mortuoria de Martín: Perdón: espero haber aportado algo.
Salió imprudentemente al pasillo, que olía a perfume de ambiente, vacío y oscuro, estrecho donde sólo se veía el letrero “C” al final y dos luces pequeñas y rojas en los botones. Un hombre encapuchado la tomó por sorpresa del pelo, violentamente, arrinconándola contra la pared.
-Dejate de joder con esto y largá la investigación porque te va a ir muy mal sino, ¿estamos? Y decile a Lucía que no se esconda, que quiero a la nena y la voy a tener ni bien la encuentre. Y
-¿Ricardo?
-Así me dicen, respondió el hombre, sumándole un golpe en la mandíbula que dejó sangrando la boca de Casandra. Y lamento lo de tu amigo
-¿Qué amigo?
-El médico pelotudo que me quiso meter en cana
-¿Qué le pasó?
-Lo que le tenía que pasar
El hombre se fue corriendo por la escalera. Ningún vecino salió a la puerta, aunque Casandra no supo si se trataba de exceso de siesta de fin de semana o de falta de solidaridad en el barrio de Flores.
Entró nuevamente en la casa espantada. Sólo ahí leyó entre las líneas del diario: “(…)el gobierno paraguayo solicita la extradición del señor Ricardo Acuña, acusado de tráfico de drogas, secuestro de una menor y resistencia a la autoridad, con pedido de captura. Su fuga se produjo hace más de 4 meses, y al día de hoy se desconoce su paradero(…)”
Si quería una respuesta, la tenía más que clara. Lo que le faltaban eran los métodos para responderse otras: si contarle a Lucía, cómo contarle, si pedir apoyo a alguna autoridad, si dejar el caso, si continuar. Tomó el teléfono y discó igual que el día anterior el 0034 que precedía al número de Lucía
-¿Lucía? Te tengo malas noticias: estuvo Ricardo en mi casa, amenazándome. Evidentemente sigue trabajando con Pedraza
-¿Cómo?, respondió Lucía desde el otro lado, mitad sorprendida, mitad dormida
-Así como lo oís. Acabo de leer en los diarios que tiene pedido de captura y extradición. Se ve que se escapó de la policía desde la última vez que lo vimos y logró irse, pero hace meses que no lo encuentran. Es mas, ni saben que está acá. Y no es todo: a Martín lo mataron
-No puede ser. La puta madre, dios mío. ¿Y ahora qué? No te quiero dar más problemas
-Ahora no sé qué. Pero te quería comentar. Por favor no hables con nadie y voy a cambiar de teléfono. Te va a sacar a Agustina sino, y no sé qué más
-¿Te dijo eso?
-Sí
-Hijo de puta. Ay Casandra. Cuidate por favor, cuando sepas algo más me decís. No sé qué decirte. ¿Te hizo algo?
-No, mintió Casandra. No pasa nada, quería mantenerte al tanto para que te cuides vos también. Voy a ver a quién contacto
Casandra cerró puertas y ventanas, armó un bolso con las primeras ropas que encontró, llevó cuanto papel encontrara respecto al caso y tomó el auto y la ruta 9, hasta llegar a su vieja casa familiar en la localidad de Zárate, ahora deshabitada. Cerró la puerta, abrió el expediente y las dudas. Se quedó en silencio en el escritorio, hasta quedarse dormida.
Lucía abrió los ojos maldiciendo el sonar del teléfono y Casandra le informaba lo sucedido. Pablo escuchaba, preocupado y desnudo en la enorme cama de Lucía. Alcanzó a abrazarla, tumbado sobre ella, entendiendo que la calidez de la piel a veces abrigaba más que las sábanas y despejaban mejor las incógnitas.
Lucía encendió un cigarrillo, que fumó a pitadas cortas. Los delirios de la carne se sumaban a los vaivenes de su vida. Una huída, dos muertes, dos amores, una esperanza, un viaje por hacer, una despedida por lamentar, un destino incierto sin mayor acompañante que Agustina, fuera donde fuera.
Pablo apagaba el suyo, calculaba fechas y viajes, juventudes, caricias, una adultez que se le presentaba impostergable, una carrera que se hacía interminable, un viaje que no terminaba de firmar ni cancelar. Agustina balbuceaba junto a Barnie. Madrid saludaba su primavera. Casablanca buscaba nuevos amantes en un mundo que prometía derrumbarse.
La cama estaba llena de humedad y de anhelos, cargada de sueños, pero vacía de futuro: todavía quedaban dados por tirar
FIN
Proximamente: Camas vacías - 3era parte
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