Soy la palabra que no espera
el ruido que hace hablar a tu silencio
el nudo de la cinta de tu pelo
la mirada que quiere subir a tu marea

El canto de esperanza en el asfalto
los dedos torpes que sueñan con tu espalda
las amarras de un barco encallado
el asesino sin culpa ni redada

Desde mi ventana

Desde mi ventana

viernes, 22 de octubre de 2021

MIEDO

 

Sucede todas las noches en casi todas las calles

pero anoche me sucedió a mí en la mía

camino al kiosquito de la vuelta

de esos gauchitos que cierran tarde

y que lo atiende la copada que, creo, se llama Inés

Caminaba apurado, como siempre,

con paso cansino, arrastrando los pies

y el ruido de la suela se escuchaba en el silencio de mi calle.

Tanto, que a pocos metros la única persona, una mujer

lo advirtió y dándose vuelta me miró y aceleró el paso.

Tanto, que casi trastabilla por volver la vista atrás.

Y cruzó de vereda en diagonal casi en la esquina

en rojo, sin mirar siquiera los semáforos.

Me dieron ganas de gritarle que no muerdo,

que no le iba a hacer nada,

que sólo camino así por ansioso,

que voy al kiosco de la vuelta a buscar una latita de birra

cuando la noche duele un poco.

Inés me cobra con su amabilidad habitual

y yo vuelvo apurado, arrastrando los pies

pensando que todo está mal.

Que ninguna mujer, a ninguna hora, en ninguna calle, por ningún motivo,

debería irse corriendo por miedo de un hombre.

CUENTAS

 

¿La verdad? Debo estar haciendo mal los cálculos,

porque añoche sumé los días que estuvimos juntos,

le resté las noches en que te extrañé,

volví a sumarle los “Buen día, hermosa” de cada mañana,

más las veces que acaricié con mi índice

tu tatuaje en forma de L  al ladito de tu hombro izquierdo

después de amarte cuerpo a cuerpo ,

más los homenajes y los goles con la mano,

más los besos que te robé en el parque,

más las veces que me estalló todo mirando tu sonrisa,

más las veces que mi mirada te puso nerviosa.

Luego le resté el viaje que nunca hicimos,

las pocas palabras que no te dije, más las que no entendiste

(¿debería ya separar en términos?)

más las noches que no dormí en tu cama

y lo multipliqué por todos los días que imaginé a tu lado

más cerca o más lejos, entre tostadas y mate,

le sumé la noche que ayudé a tu hija a espantar monstruos antes de dormir

y el abrazo que me dio diciendo que era como un papá

Después le sumé la tarde de playa con el sol en tu pelo,

más todas las veces que agarré tus manos

para admirarlas y sentirme a salvo.

¿La verdad? Debo estar haciendo mal los cálculos,

porque todavía no entiendo en qué puta aritmética

eso me suma y a vos te resta.

 

PONGAMOS QUE HABLO DE DI MARÍA

 

Decía Sacheri que le gustaba escribir sobre fútbol porque era una buena excusa para no hablar sobre fútbol sino sobre la vida. ¿Será por aquello de que se juega como se vive? No lo sé, pero ¿qué hago yo pensando en Di María, entonces, en otra noche de insomnio?

El fideo, como corea ahora la tribuna del Monumental a cada pelota que toca, no siempre se encontró con el éxito. Tuvo, sí, momentos memorables, como esa corrida bajo un sol imposible que acá vimos a las 3 de la mañana desde la otra punta del planeta, pegándole de tres dedos y de emboquillada para clavar el gol del triunfo y del primer oro olímpico. O la reciente (muy parecida) por sobre la salida del arquero brasilero con el que ganamos la bendita Copa América. O el agónico gol contra Suiza en octavos de final en el segundo tiempo del suplementario, cuando todo parecía perdido.

Sin embargo, cuando pienso en Di María, siempre recuerdo una frase del Chavo Fucks en el medio de un partido de la selección, bastante timorato: “el problema de Di María es que no tiene criterio”. Nunca mejor dicho. Fuera de esos arranques exitosos, uno veía al pobre fideo chocar una y otra vez contra los rivales. O aún peor: gambetear solo de toda soledad hasta el final de la cancha para (¡recién ahí!) darse cuenta que nadie lo seguía. La escena se repetía varias veces en casi todos los partidos. Yo, claro, lo puteaba, aunque sentía un poco de pena cuando lo miraba y veía desde la tele su misma frustración, mezclada con su tenacidad a prueba de balas y su pasión por la camiseta.

Entonces, después de mis múltiples relatos chocando contra el mismo defensor o encontrándome solo al final de la cancha sin entender por qué nadie me sigue para tirar una pared, la licenciada me pregunta: “¿por qué seguís insistiendo en ir a donde no tenés lugar?”. Yo me suelo quedar en un silencio exasperante, murmurando que no lo sé. Después recuerdo al Chavo y pienso que quizás, como Di María, yo tampoco tengo criterio. Que sigo insistiendo en que me vas a corresponder con tu sonrisa y yo le voy a dar suave, con zurda precisa a tu segundo palo y seguiremos en juego en un abrazo agónico que nos devuelva la alegría por un rato, mientras alguno en la popu vocifera: “¿viste? ¡era por abajo!”.

O porque quizás se ama como se vive y yo todavía no aprendí a pedir el cambio. Ni a colgar los botines.

DOMINGOS

 Los domingos en general

y después de las 7 en particular

tienen ese no sé qué


que no sé

si se pasó el arroz o la hora de suicidarnos

o quizás no sea para tanto


pero sí se pasa 

la hora

y las recetas de la abuela no me salen

y se me cae la paciencia

la masa al piso

el dulce descuajeringado


entonces elijo otro camino

y camino 

pero en realidad me pierdo

o hago eso que hacemos 

cuando no sabemos dónde encontrarnos


tu nombre suena en cada esquina

y odio tu voz y tu risa

y digo odio pero en realidad te amo

y digo te amo pero en realidad te extraño

y digo te extraño pero en realidad duele

la puta carambola en el área

entre la que no sabe quedarse

y el que no sabe irse.

jueves, 26 de mayo de 2016

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombre jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.





Miguel Hernandez

Siempre el adiós

Tú llorarás a mares
tres negros días, ya pulverizada
por mi recuerdo, por mis ojos fijos
que te verán llorar detrás de las cortinas de tu alcoba,
sin inmutarse, como dos espinas,
porque la espina es la flor de la nada.
Y me estarás llorando sin saber por qué lloras,
sin saber quién se ha ido:
si eres tú, si soy yo, si el abismo es un beso.

Todo será de golpe
como tu llanto encima de mi cara vacía.
Correrás por las calles. Me mirarás sin verme
en la espalda de todos los varones que marchan al trabajo.
Entrarás en los cines para oírme en la sombra del murmullo. Abrirás
la mampara estridente: allí estarán las mesas esperando mi risa
tan ronca como el vaso de cerveza, servido y desolado.




Gonzalo Rojas


La loba

Unos meses la sangre se vistió con tu hermosa
figura de muchacha, con tu pelo
torrencial, y el sonido
de tu risa unos meses me hizo llorar las ásperas espinas
de la tristeza. El mundo
se me empezó a morir como un niño en la noche,
y yo mismo era un niño con mis años a cuestas por las calles, un ángel
ciego, terrestre, oscuro,
con mi pecado adentro, con tu belleza cruel, y la justicia
sacándome los ojos por haberte mirado.

Y tú volabas libre, con tu peso ligero sobre el mar, oh mi diosa,
segura, perfumada,
porque no eras culpable de haber nacido hermosa, y la alegría
salía por tu boca como vertiente pura
de marfil, y bailabas
con tus pasos felices de loba, y en el vértigo
del día, otra muchacha
que salía de ti, como otra maravilla
de lo maravilloso, me escribía una carta profundamente triste,
porque estábamos lejos, y decías
que me amabas.

Pero los meses vuelan como vuelan los días, como vuelan
en un vuelo sin fin las tempestades,
pues nadie sabe nada de nada, y es confuso
todo lo que elegimos hasta que nos quedamos
solos, definitivos, completamente solos.

Quédate ahí, muchacha. Párate ahí, en el giro
del baile, como entonces, cuando te vi venir, mi rara estrella.
Quiero seguirte viendo muchos años, venir
impalpable, profunda,
girante, así, perfecta, con tu negro vestido
y tu pañuelo verde, y esa cintura, amor,
y esa cintura.

Quédate ahí. Tal vez te conviertas en aire
o en luz, pero te digo que subirás con éste y no con otro:
con éste que ahora te habla de vivir para siempre
tú subirás al sol, tú volverás
con él y no con otro, una tarde de junio,
cada trescientos años, a la orilla del mar,
eterna, eternamente con él y no con otro.




Gonzalo Rojas