Soy la palabra que no espera
el ruido que hace hablar a tu silencio
el nudo de la cinta de tu pelo
la mirada que quiere subir a tu marea

El canto de esperanza en el asfalto
los dedos torpes que sueñan con tu espalda
las amarras de un barco encallado
el asesino sin culpa ni redada

Desde mi ventana

Desde mi ventana

jueves, 20 de noviembre de 2014

Te vi

Dibujas alas para todos los corceles 
Y cada margarita trae pétalos impares. 
Todas las miradas abandonan los teléfonos 
Y encuentran que la vida estaba en otra parte. 

Te vi, 
Como agua a la arcilla 
Llegas a mi vida y me torneas. 
Te vi, 
Todo estaba claro. 
Ahora llegas tú y me desordenas. 

La pena es un insecto atrapado en ámbar 
Y en todos los tejados un hombre escribe versos. 
En cada ceda el paso se arma batucada 
Y en todos los moteles se jura amor eterno. 

Te vi, 
Cachorra sin dueño, 
Mi dulce corazón durmiendo en otro cuerpo. 
Te vi, 
Con ojos de marzo, 
Relámpago que anuncia tormenta en el desierto. 

Llegarás como abril, 
Mi fin de semana eterno. 
Bailaré para ti, 
Reina de todos mis torneos. 
Si los lunes te duelen 
Yo te levantaré. 
Cuando el viento arrecie, 
Permaneceré de pie. 


El mar al que mis pétalos se arrojan... 
Colibrí de marzo, pequeña supernova. 

Eres la tarde de un viernes de colegiales, 
Tan noche de San Juan en tiempos de cuaresma. 
Y yo, bufón sin rey, lloró por cualquier cosa, 
Las lágrimas me lavan la cara polvorienta. 

Te vi, 
Despierto y desarmado, 
Desertor de batallas sin cupido. 
Te vi, 
Niña aventurera, 
Amapola en la vereda del camino. 

Llegarás como abril, 
Mi fin de semana eterno. 
Bailaré para ti, 
Reina de todos mis torneos. 
Si los lunes te duelen 
Yo te levantaré. 
Cuando el viento arrecie, 
Permaneceré de pie. 

Rumor de cataratas, siesta bajo la sombra, 
Pregunta sin respuesta, unicornio sin doma. 

Espigas para el nido en cada canción. 
Con mis manos de olivo ahuyentaré el temor. 

Última noche de invierno y escarcha, 
Luz de mecedora, aroma de lavanda.




Ismael Serrano 




  

domingo, 26 de octubre de 2014

Creo que te ví

Creo que te vi, saliendo de algún lugar que seguramente no existe. Pedacito de vida, sonrisa de mermelada, imitador profesional. 

Pero desperté.

domingo, 12 de octubre de 2014

Entendíamos tan poco de la vida





Entendíamos tan poco de la vida
no tan niños (pero tan jóvenes)
Ser feliz era trabajo de hormiga,
chapucear, pisar el barro.

Aunque se hacía bello...
Tu bandeja con el mate, 
las tostadas con tu risa,
desayunar tu recuerdo,
mirarte en el espejo del principio.

Era duro ser joven, tener tanto por delante,
tanto tiempo para no poder seguir esperando

Cómo cóngelarte en Casablanca,
eternizar el último tango en París,
pedirle a Ninette que no salga del cuarto.

El colectivo de la vida
nunca te avisaba dónde bajar.
Crecer era sin delicadeza, como un dolor de muelas:
era fácil parecer saberlo todo


Y aquí mirando, esperando reconocerme en el espejo.
Por ahora, solamente mirame. Y vestime de domingo.

sábado, 27 de septiembre de 2014

La mujer de otro






Supongo que siempre lo supe; un día yo iba a terminar llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche. La casa es más o menos como la imaginaba, una casa de ba¬rrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede lla¬mar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé por qué digo ahora. Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín, esto sí que no me lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una trom¬ba. Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso bajá el paquete con el enano. –Usted la conoció bastante –me dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras–. Ya sabe cómo era ella. Le contesté la verdad. Era difícil no contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que no estaba seguro de haberla conocido mucho. –Eso es cierto –dijo él, pensativo–. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. –Sonrió, sin resenti¬miento. –Yo, por lo menos, no la conocí nunca. Pero esto, fue mucho más tarde, al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora que nos habíamos visto las caras por primera vez. Carolina me lo había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro, incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta noche yo había llegado hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena. Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre. Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle. –Perdóneme el aspecto –dijo él–. Estoy solo y no espe¬raba a nadie. Tenía la apariencia exacta de eso que había dicho. Un hom¬bre solo que no espera a nadie. Yo había tocado el timbre sin pensar qué venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo. No tenía la menor excusa para estar en esa casa a la diez de la noche. La situación era incómoda y absurda, si es que no era algo peor. –Pase, pase –decidió de pronto–. Me cambio en un minuto. –No, por favor. –Pensé decirle que mejor me iba; pero me interrumpió mi propia voz. –No tiene por qué cambiarse. Sólo me faltó agregar que podía andar vestido como qui¬siera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina había sido él y que ésta era su casa. De todas maneras, yo no tenía ningún interés en que se cambiara. Tal vez haría bien en callarme lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a buscar, me favorecía estar bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con un sobretodo encima del saco del pijama. Eso, al llegar: ahora, las cosas habían variado sutilmente. Él estaba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una antigua estufa de hierro, confortablemente enfundado en su pijama, y yo me sentía como un embajador de la Luna. –¿Toma mate? –me preguntó con precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer callado, de darse tiempo. –Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la pro-tagonista de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar. –Usted se preguntará a qué vine. –No. Nunca me pregunto demasiadas cosas, y siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos. –Sonrió, con los ojos fijos en el mate. –Pero, ya que lo dice: a qué vino. Quise sentir agresión o desafío en su voz. No pude. La pre¬gunta era una pregunta literal, sin nada detrás. O con demasiadas cosas, como aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo. Yo conocía y amaba esa cara. La había visto al anochecer, en alguna confitería apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la ventana, sorbiendo una pajita. La había visto de tarde, en mi departamento, mientras ella mordía pensativamente un lápiz, cuan-do me dibujaba uno de aquellos mapitas o planos de lugares y casas en los que había vivido de chica, casas y lugares que por alguna razón parecían estar más allá de las palabras y de los que siempre sospeché que jamás existieron, o no en las historias que ella conta¬ba. Bueno, sí, yo también había mirado muchas veces esa cara au¬sente y desprotegida, más desnuda que su cuerpo, pero nunca la había mirado de mañana, mientras Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez debería estar agradecido por eso, sin embargo no me resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más tarde, con la historia del enano. Él acababa de preguntarme a qué había venido. –No sé. –Hice una pausa. La palabra que necesité agre¬gar era deliberadamente malévola. –Curiosidad –dije. –Me doy cuenta –murmuró él. No sé qué quiso decir, pero causaba toda la impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta. Llegué a mi departamento después de la una de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas, sin embargo no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos que en su mayor parte carecen de sentido. Hablamos de política, de una noticia que traía el diario de la noche, la noticia de un crimen. Hablamos de la inclemencia del invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no hablamos de Carolina. En algún momento, él me preguntó si yo quería ver unas fotos. –Fotos –dije. No pude dejar de sentir que esa proposición encerraba una amenaza. Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados, sabe Dios qué otro tipo de imágenes. –Fotos –repitió él–. Fotos de Carolina. Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cual¬quier cosa. –Es un poco tarde –dije. –No son tantas –dijo él, poniéndose de pie–. Hace mucho que no las miro. Salió de la cocina y me dejó solo. Yo aproveché la tregua para observar a mi alrededor. Intenté imaginar a Carolina junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un hervidor de leche. Tal vez era algo como eso lo que yo había venido a buscar a esa casa. En una de las paredes vi dos cuadritos muy pequeños. Me levanté para mirarlos de cerca. No me dijeron nada. Eran algo así como mínimas naturalezas muertas, ínfimas cocinas dentro de otra cocina. Cómo saber si ella los había colgado, cómo saber si habían significado algo el día que los eligió. Cuando él volvió a entrar, traía un pantalón puesto de apuro sobre el pan¬talón del pijama, y un grueso pulóver, que me pareció tejido a mano. Traía también una caja de cartón. Se sentó un poco lejos de mí y me alcanzó la primera fotografía: Carolina sola. Detrás, unos árboles, que podían ser una plaza o un parque. Descartó varias y me alcanzó otra. Carolina sola, arrodillada junto a un perro patas arri¬ba. Miró tres o cuatro más, una de ellas con mucho detenimiento. Las puso debajo del resto, en el fondo de la caja, y me alcanzó otra. Carolina sola. Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese hombre no que¬ría herirme. –Ésta es linda –dijo. Carolina, junto a un buzón, se reía. –Sí –dije sin pensar–. Era difícil verla reírse así. El me miró con algo parecido al agradecimiento. –Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es distinto. –Usted no está en ninguna de las que me mostró –le dije. –Bueno, yo era el fotógrafo –dijo él. Poco más o menos, es todo lo que recuerdo. O todo lo que sucedió esta noche. Le dije que tenía que irme y él me acompañó hasta la puer¬ta de la entrada, no hasta la verja. Fue en ese momento cuando me contó la historia del enano. Después yo estaba descorriendo el ce¬rrojo de hierro y oí su voz a mi espalda. –Era muy hermosa, ¿no es cierto? Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda. –Sí –le dije–. Era muy hermosa. Me pidió que volviera algún día. Le dije que sí.

lunes, 3 de marzo de 2014

Después de las fiestas





Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedabamos los dos
entre vasos vacios y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahi como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche
y que durabas, eras más que el tiempo,
eras lo que no se iba
porque una misma almohada
y una misma tibieza
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados





Julio Cortázar

viernes, 28 de febrero de 2014

Capítulo 28






-Es raro -dijo Ronald-. De todos modos sería estúpido negar una realidad, aunque no sepamos qué es. El eje del sube y baja, digamos. ¿Cómo puede ser que ese eje no haya servido todavía para entender lo que pasa en las puntas? Desde el hombre de Neanderthal... 

-Estás usando palabras -dijo Oliveira, apoyándose mejor en Etienne-. Les encanta que uno las saque del ropero y las haga dar vueltas por la pieza. Realidad, hombre de Neanderthal, miralas cómo juegan, cómo se nos meten por las orejas y se tiran por los toboganes. 

-Es cierto -dijo hoscamente Etienne-. Por eso prefiero mis pigmentos, estoy más seguro. 

-¿Seguro de qué? 

-De su efecto. 

-En todo caso de su efecto en vos, pero no en la portera de Ronald. Tus colores no son más seguros que mis palabras, viejo. 

-Por lo menos mis colores no pretenden explicar nada. 

-¿Y vos te conformás con que no haya una explicación? 

-No -dijo Etienne-, pero al mismo tiempo hago cosas que me quitan un poco el mal gusto del vacío. Y ésa es en el fondo la mejor definición del homo sapiens. 

-No es una definición sino un consuelo -dijo Gregorovius, suspirando-. En realidad nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito pero no se entiende nada. Los actores hablan y actúan no se sabe por qué, a causa de qué. Proyectamos en ellos nuestra propia ignorancia, y nos parecen unos locos que entran y salen muy decididos. Ya lo dijo Shakespeare, por lo demás, y si no lo dijo era su deber decirlo. 

-Yo creo que lo dijo -dijo la Maga. 

-Sí que lo dijo -dijo Babs. 

-Ya ves -dijo la Maga. 

-También habló de las palabras -dijo Gregorovius-, y Horacio no hace más que plantear el problema en su forma dialéctica, por decirlo así. A la manera de un Wittgenstein, a quien admiro mucho. 

-No lo conozco -dijo Ronald-, pero ustedes estarán de acuerdo en que el problema de la realidad no se enfrenta con suspiros. 

-Quién sabe -dijo Gregorovius-. Quién sabe, Ronald. 

-Vamos, dejá la poesía para otra vez. De acuerdo en que no hay que fiarse de las palabras, pero en realidad las palabras vienen después de esto otro, de que unos cuantos estemos aquí esta noche, sentados alrededor de una lamparita. 

-Hablá más bajo -pidió la Maga. 

Sin palabra alguna yo siento, yo sé que estoy aquí -insistió Ronald-. A eso le llamó la realidad. Aunque no sea más que eso. 

-Perfecto -dijo Oliveira-. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos entes absolutamente incomunicables entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio. 

-Los dos estamos aquí -insistió Ronald-. A la derecha o a la izquierda, poco importa. Los dos estamos viendo a Babs, todos oyen lo que estoy diciendo. 

-Pero esos ejemplos son para chicos de pantalón corto, hijo mío -se lamentó Gregorovius-. Horacio tiene razón, no podés aceptar así nomás eso que creés la realidad. Lo más que podés decir es que sos, eso no se puede negar sin escándalo evidente. Lo que falla es el ergo, y lo que sigue al ergo, es notorio. 

-No le hagás una cuestión de escuelas -dijo Oliveira-. Quedémonos en una charla de aficionados, que es lo que somos. Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es una sola, Ronald? 

-Sí. Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de la de Ossip y así sucesivamente. Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola. La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella. 

-Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera -dijo Oliveira-. Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentí bien seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mí, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte dentro del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde. 

-Somos muy diferentes -dijo Ronald-, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, qué diablos. 

-No grites -dijo la Maga-. Les voy a hacer más café. 

-Se tiene la impresión -dijo Oliveira- de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Animate, no cuesta tanto. Las palabras desaparecen. Esa lámpara es un estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamás tu vista y ese estímulo sensorial se vuelven una relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo. 

-Pero esos pasos atrás son como desandar el camino de la especie -protestó Gregorovius. 

-Sí -dijo Oliverira -. Y ahí está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia adelante o si, como le parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa. 

-Sin lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre. 

-Sin crimen no hay asesino. Nada te prueba que el hombre no hubiera podido ser diferente. 

-No nos ha ido tan mal - dijo Ronald. 

-¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra de la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es. La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como la preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y nos planta en el centro. A pesar de toda su curiosidad y su insatisfacción, la ciencia, es decir la razón, empieza por tranquilizarnos. "Estás aquí, en esta pieza, con tus amigos, frente a esa lámpara. No te asustes, toda va muy bien. Ahora veamos: ¿Cuál será la naturaleza de ese fenómeno luminoso? ¿Te has enterado de lo que es el uranio enriquecido? ¿Te gustan los isótopos, sabías que ya transmutamos el plomo en oro?" Todo muy incitante, muy vertiginoso, pero siempre a partir del sillón donde estamos cómodamente sentados. 

-Yo estoy en el suelo -dijo Ronald- y nada cómodo para decirte la verdad. Escuchá, Horacio: negar esta realidad no tiene sentido. Está aquí, la estamos compartiendo. La noche transcurre para los dos, afuera está lloviendo para los dos. Qué sé yo lo que es la noche, el tiempo y la lluvia, pero están ahí y fuera de mí, son cosas que me pasan, no hay nada que hacerle. 

-Pero claro -dijo Oliveira-. Nadie lo niega, che. Lo que no entendemos es por qué eso tiene que suceder así, por qué nosotros estamos aquí y afuera está lloviendo. Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas. A mí se me escapa la relación que hay entre yo y esto que me está pasando en este momento. No te niego que me está pasando. Vaya si me pasa. Y eso es lo absurdo. 

-No está muy claro -dijo Etienne. 

-No puede estar claro, si lo estuviera sería falso, sería científicamente verdadero quizá, pero falso como absoluto. La claridad es una exigencia intelectual y nada más. Ojalá pudiéramos saber claro, entender claro al margen de la ciencia y la razón. Y cuando digo "ojalá", andá a saber si no estoy diciendo una idiotez. Probablemente la única áncora de salvación sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas. Pero además hay que vivir. 

-Comprendé, Ronald -dijo Oliveira apretándole una rodilla-. Vos sos mucho más que tu inteligencia, es sabido. Esta noche, por ejemplo, esto que nos está pasando ahora, aquí, es como uno se esos cuadros de Rembrandt donde apenas brilla un poco de luz en un rincón, y no es una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como lámpara, con sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo aceptable si querés. Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los armarios en los momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese momento precisamente se podía decir que había como una saturación de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos por la borda, que nos tomamos un tubo de gardenal como Guy, que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para cualquier cosa. La razón sólo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son como mostraciones metafísicas, che, un estado que quizá, si no hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecantropo erecto. 

-Está muy caliente, tené cuidado -dijo la Maga. 

-Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue. 

-Y sin embargo -dijo Gregorovius, desperezándose - il faut tenter de vivre. 

"Voilà", pensó Oliveira. "Otra prueba que me guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que yo había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama casualidad". 

-Bueno -dijo Etienne con voz soñolienta-, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no. Guy ha tratado hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando es incontrovertible. Que lo digan los campos de concentración y las torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Etcétera. Y con esto yo me iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho polvo. Ronald, tenés que venir al taller mañana por la mañana, acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco. 

-Horacio no me ha convencido -dijo Ronald-. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea es absurdo, pero probablemente damos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez. 

-Optimismo encantador -dijo Oliveira-. También podríamos poner el optimismo en la cuenta de la vida pura. Lo que hace tu fuerza es que para vos no hay futuro, como es lógico en la mayoría de los agnósticos. Siempre estás vivo, siempre estás presente, todo se te ordena satisfactoriamente como en una tabla de Van Eyck. Pero si te pasara esa cosa horrible que es no tener fe y al mismo tiempo proyectarse hacia la muerte, hacia el escándalo de los escándalos, se te empañaría bastante el espejo. 

-Vamos, Ronald -dijo Babs-. Es muy tarde, tengo sueño. 

-Esperá, esperá. Estaba pensando en la muerte de mi padre, sí, algo de lo que decís es cierto. Esa pieza nunca la pude ajustar en el rompecabezas, era algo tan inexplicable. Un hombre joven y feliz, en Alabama. Andaba por la calle y se le cayó un árbol en la espalda. Yo tenía quince años, me fueron a buscar al colegio. Pero hay tantas otras cosas absurdas, Horacio, tantas muertes o errores... No es una cuestión de número, supongo. No es un absurdo total como creés vos. 

-El absurdo es que no parezca un absurdo -dijo sibilinamente Oliveira-. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría que intentar otro camino. 

-¿Renunciando a la inteligencia?- dijo Gregorovius, desconfiado. 

-No sé, tal vez. Empleándola de otra manera. ¿Estará bien probado que los principios lógicos son carne y uña con nuestra inteligencia? Si hay pueblos capaces de sobrevivir dentro de un orden mágico... Cierto que los pobres comen gusanos crudos, pero también eso es una cuestión de valores. 

-Los gusanos, qué asco -dijo Babs-. Ronald, querido, es tan tarde. 

-En el fondo -dijo Ronald- lo que a vos te molesta es la legalidad en todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a funcionar bien te sentís encarcelado. Pero todos nosotros somos un poco así, una banda de lo que llaman fracasados porque no tenemos una carrera hecha, títulos y el resto. Por eso estamos en París, hermano, y tu famoso absurdo se reduce al fin y al cabo a una especie de vago ideal anárquico que no alcanzás a concretar. 

-Tenés tanta, tanta razón -dijo Oliveira-. Con lo bueno que sería irse a la calle y pegar carteles a favor de Argelia libre. Con todo lo que queda por hacer en la lucha social. 

-La acción puede servir para darle un sentido a tu vida -dijo Ronald-. Ya lo habrás leído en Malraux, suspongo. 

-Editions N.R.F. -dijo Oliveira. 

-En cambio te quedás masturbándote como un mono, dándole vueltas a los falsos problemas, esperando no sé qué. Si todo esto es absurdo hay que hacer algo para cambiarlo. 

-Tus frases me suenan -dijo Oliveira-. Apenas creés que la discusión se orienta hacia algo que considerás más concreto, como tu famosa acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, lo mismo que la inacción, hay que merecerlas. ¿Cómo actuar sin una actitud central previa, una especie de aquiescencia a lo que creemos bueno y verdadero? Tus nociones sobre la verdad y la bondad son puramente históricas, se fundan en una ética heredada. Pero la historia y la ética me parecen a mí altamente dudosas. 

-Alguna vez -dijo Etienne, enderezándose- me gustaría oírte discurrir con más detalle sobre eso que llamás actitud central. A lo mejor en el mismísimo centro hay un perfecto hueco. 

-No te creas que no lo he pensado -dijo Oliveira-. Pero hasta por razones estéticas, que estás muy capacitado para apreciar, admitirás que entre situarse en un centro y andar revoloteando por la periferia hay una diferencia cualitativa que da que pensar.

-Horacio -dijo Gregorovius - está haciendo gran uso de esas palabras que hace un rato nos había desaconsejado enfáticamente. Es un hombre al que no hay que pedirle discursos sino otras cosas, cosas brumosas e inexplicables como sueños, coincidencias, revelaciones, y sobre todo humor negro. 

-El tipo de arriba golpeó otra vez -dijo Babs. 

-No, es la lluvia -dijo la Maga-. Ya es hora de darle el remedio a Rocamadour. 

-Todavía tenés tiempo -dijo Babs agachándose presurosa para pegar el reloj pulsera contra la lámpara-. Las tres menos diez. Vámonos Ronald, es tan tarde. 

-Nos iremos a las tres y cinco -dijo Ronald. 

-¿Por qué a las tres y cinco?- preguntó la Maga. 

-Porque el primer cuarto de hora es siempre fasto -explicó Gregorovius. 

-Dame otro trago de caña -pidió Etienne-. Merde, ya no queda nada. 

Oliveira apagó el cigarrillo. "La vela de armas", pensó agradecido. "Son amigos de verdad, hasta Ossip, pobre diablo. Ahora tendremos para un cuarto de hora de reacciones en cadena que nadie podrá evitar, nadie, ni siquiera pensando que el año que viene, a esta misma hora, el más preciso y detallado de los recuerdos no será capaz de alterar la producción de adrenalina o de saliva, el sudor en la palma de las manos... Estas son las pruebas que Ronald no querrá entender nunca. ¿Qué he hecho esta noche? Ligeramente monstruoso, a priori. Quizá se podría haber ensayado el balón de oxígeno, algo sí. Idiota, en realidad; le hubiéramos prolongado la vida a lo monsieur Valdemar". 

-Habría que prepararla -le dijo Ronald al oído. 

-No digas pavadas, por favor. ¿No sentís que ya está preparada, que el olor flota en el aire? 

-Ahora se ponen a hablar tan bajo -dijo la Maga- justo cuando ya no hace falta. 

"Tu parles", pensó Oliveira. 

-¿El olor? -murmuraba Ronald-. Yo no siento ningún olor. 

-Bueno, ya van a ser las tres -dijo Etienne sacudiéndose como si tuviera frío-. Ronald, hacé un esfuerzo, Horacio no será un genio pero es fácil sentir lo que está queriendo decirte. Lo único que podemos hacer es quedarnos un poco más y aguantar lo que venga. Y vos Horacio, ahora que me acuerdo, eso que dijiste hoy del cuadro de Rembrandt estaba bastante bien. Hay una metapintura como hay una metamúsica, y el viejo metía los brazos hasta el codo en lo que hacía. Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay una ventana a otra cosa, un signo. Muy peligroso para la pintura, pero en cambio... 

-La pintura es un género como tantos otros -dijo Oliveira-. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo. 

-Por suerte -dijo Etienne. 

-Por suerte -Oliveira-. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la llave que tenés detrás de tu silla. 





Rayuela (capítulo 28 - fragmento), Julio Cortázar

miércoles, 26 de febrero de 2014

Paco





No recuerdo el día exacto en que te conocí, pero sí recuerdo que era más joven, más que ahora (menuda obviedad). Sonaba una guitarra de fondo que atrajo mi atención y mi madre me preguntó, absorta: “¿no conocés a Paco de Lucía?”.


Debía tener 18 años. Desde entonces cada tanto, en esas tardes donde uno necesita algo de paz, la compactera se abre e ingresan ciento cuarenta y siete arpegios irreproducibles en otras manos.

Sí recuerdo la última vez que oí tu música. No fue de tus manos. Andaba perdido por alguna callecita de Barcelona, cerquita de la catedral, pasando la Placa del Rei o Jaume I, no lo recuerdo. En una esquina de esas calles viejas, angostas, más guapas que la madre patria misma. Un muchacho tocaba una guitarra (evidentemente) española. No era la primera vez que lo escuchaba, la melodía no me era muy conocida y seguí caminando. Serían cerca de las siete, porque todavía no era de noche. Llegaba a la esquina y tuve que volver corriendo, porque sonaba una maravilla de ese tal Paco, y la vida se hacía canción, música, magia, o algo así.


Algo como esto:



sábado, 22 de febrero de 2014

A primera vista



Cuando no tenía nada, deseé.
Cuando todo era ausencia, esperé.
Cuando tuve frío, temblé.
Cuando tuve coraje, llamé.

Cuando llegó carta, la abrí.
Cuando escuché a Prince, bailé.
Cuando el ojo brilló, entendí.
Cuando me crecieron alas, volé.

Cuando me llamó, allá fui.
Cuando me di cuenta, estaba ahí.
Cuando te encontré, me perdí.
En cuanto te vi, me enamoré.

Amarazáia zoê, záia, záia
A hin hingá do hanhan..
Ohhh Amarazáia zoê, záia, záia
A hin hingá do hanhan..

Cuando llegó carta, la abrí.
Cuando oí a Salif Keita, bailé.
Cuando el ojo brilló, entendí.
Cuando me crecieron alas, volé.

Cuando me llamó, allá fui.
Cuando me di cuenta, estaba ahí.
Cuando te encontré, me perdí.
En cuanto te vi, me enamoré...

Amarazáia zoê, záia, záia
A hin hingá do hanhan..
Ohhh Amarazáia zoê, záia, záia
A hin hingá do hanhan..
Tomado de AlbumCancionYLetra.com
Ohhh Amarazáia zoê, záia, záia
A hin hingá do hanhan..
Ohhh Amarazáia zoê, záia, záia...





Pedro Aznar

miércoles, 12 de febrero de 2014

martes, 11 de febrero de 2014

¿Cómo amar sin poseer? Fragmento de "El lado oscuro del corazón" (Eliseo Subiela)




Oliverio (Darío Grandinetti) habla con su ex esposa (Mónica Galán) sobre el amor.

El lado oscuro del corazón es una película argentina, de producción argentino canadiense, estrenada el 21 de mayo de 1992. Dirigida y escrita por Eliseo Subiela con textos de Mario Benedetti, Juan Gelman y Oliverio Girondo (poemas)


FRAGMENTO:

- Es muy difícil.

- ¿Qué?

- El amor. ¿Cómo amar sin poseer? ¿Cómo dejar que te quieran sin que te falte el aire? Amar es un pretexto para adueñarse del otro, para volverlo tu esclavo, para transformar su vida en tu vida, ¿cómo amar sin pedir nada a cambio, sin necesitar nada a cambio?

- Si no hubiera pasado el tiempo, sentiría que me estás haciendo un reproche. Pero en realidad creo que estás asustado y si estás asustado es porque algo fuerte te está pasando. Casi siempre el error que cometemos, es pensar sólo lo que nos pasa a nosotros, nos parece tan importante eso que sentimos, que nada de lo del otro puede ser tan importante como eso que sentimos, y esa contradicción suele ser trágica.

- Si no hubiera pasado el tiempo, pensaría que estás siendo autocrítica.

- Es el error más común que cometemos todos, es querer que el otro sea como queremos que sea y no como es. Y cuando nos damos cuenta del error, a veces es demasiado tarde.

Before sunset, escena del teléfono

Volver






Volver… con las maletas cargadas de sueños, de sueños cargados durante tantos años. Hay una extrañeza bella y bizarra en ese acto. A veces vivimos tanto de sueños que al realizarlos también queda algo de nostalgia. Es como si cierta parte del viaje por la vida que tenía sentido por esas ansias y voluntades, te mirara de revés y te preguntara: “¿y ahora?”. Es la cruz de lo realizado.

Volver… y encontrar todo tan igual y tan distinto, tan extraño como ser turista en el patio de tu casa. Empaparte de la humedad porteña, extrañar el invierno (aunque lluvioso) de París, el azul del Mediterráneo, las Ramblas y mi maldita costumbre de buscarte en todos los inviernos, tus susurros en cada portal.
Volver…y la mente pendular que oscila entre rutinas, sueños, y cambios, en cómo ver lo mismo de otra manera, en profundizar el camino de ser feliz por sí mismo, para que la compañía sea un deseo y no una necesidad.

Volver a este espacio, repasar viejos textos y preguntarse quién era yo cuando los escribí. Casi vanidoso pasarse horas leyéndose a uno mismo, recordando escribir como si fuera respirar sin recabar demasiado en qué se dice, como si la mente desconociera el punto y coma. Y allí vamos. Volver y pensar que la literatura es un buen viaje, un gran medio de transporte para llevar aquello que no cabe en otra parte.

Volver y caer en la cuenta que entre la multitud a veces la soledad es más grande, incluso más grande que la sola compañía de uno mismo del otro lado del océano. Flor de paradoja.

Volver y preguntarle al espejo si no me equivoqué de edificio al entrar, porque no me había visto nunca tan atractivo, y basta repasar una pluma de cualquier día del año para comprobar que la sorpresa es verdadera.
Volver y patear algún que otro tablero.


Dejar de preguntarse por qué sigo soñando con ser el mejor hombre y maldecirme.

Dejar de preguntarse por qué los libros se escriben sin respuestas, o por qué nos cambian las preguntas cuando creíamos sabérnoslas todas.

sábado, 8 de febrero de 2014

A cántaros









Así estaba el cielo en Buenos Aires
Tenía que llover. A cántaros.














Tú y yo, muchacha, estamos hechos de nubes
pero, ¿quién nos ata?
Dame la mano y vamos a sentarnos
bajo cualquier estatua
que es tiempo de vivir y de soñar y de creer
que tiene que llover
a cántaros.

Estamos amasados con libertad, muchacha,
pero, ¿quién nos ata?
Ten tu barro dispuesto, elegido tu sitio,
preparada tu marcha.

Hay que doler de la vida, hasta creer,
que tiene que llover
a cántaros.

Ellos seguirán dormidos
en sus cuentas corrientes de seguridad.
Planearán vender la vida y la muerte y la paz.
¿Le pongo diez metros, en cómodos plazos, de felicidad?

Pero tú y yo sabemos que hay señales que anuncian
que la siesta se acaba
y que una lluvia fuerte, sin bioencimas, claro,
limpiará nuestra casa.

Hay que doler de la vida, hasta creer,
que tiene que llover
a cántaros.





Pablo Guerrero (1972)






miércoles, 5 de febrero de 2014

Jóvenes y hermosos



Metro de Callao (Madrid)


La lluvia suspendida en los neones 

araña mis pulmones y el barniz 

rojo metalizado del coche que te ve salir 
del metro de Callao, envuelta en una nube 
de cenizas y Tresor, 
cansada como el humo de mi boca, 
como el día en que dijiste adiós.

Rubia, ¿qué haces aquí? 

Esto está lejos de tu barrio. 

Y el dulce bisturí 
de la memoria, el viejo tacto 
de tu mejilla, me cortó.

Tómate algo conmigo 

antes de que ardan las aceras, 

de que la primavera acabe y cuéntame 
que hiciste en este tiempo, 
dime que estás bien. 
Entremos aquí mismo, ¿te casaste? 
No me digas... 
Jefe, un par de cañas. 
Confiesa que me buscaste 
entre los escombros, 
en las ruinas del alma.

Dime que aún recuerdas 

el asiento de atrás del coche, 

los mirones del parque, 
césped en mis pantalones 
y la certeza de sentir.

Mirabas siempre al sur, 

joven y hermosa. 

Decías que tras la autopista 
me esperabas para huir. 
Mirábamos al sur, no fui tan lejos 
por no encontrar al otro lado 
las certezas que perdí. 
Y esta claridad.

Yo sigo con mi lucha y mis canciones 

y para morir joven ya soy viejo 

-nunca fue mi afán-. 
Que la vida iba en serio 
ya te avisó un poeta, 
y como a mi, hiciste bien, 
tampoco lo escuchaste. 
Por eso te seguí hasta el precipicio, 
y acaricié las luces de tu estambre. 
Me dejaste la guerra, 
y los manojos de ortigas. 
Te fuiste con mi aliento, 
con mis discos de Sabina 
y la llave del porvenir.

La herrumbre de los años te respeta. 

Otra cerveza. ¿Cómo que te vas? 

Con las prisa de siempre, rubia. 
Sigues igual. 
Bueno, tienes razón, 
algo hemos cambiado. 
Nos agotó el reloj. 
Tú te cambiaste de tinte, 
yo cada día miento peor. 
Te acompaño hasta el metro. 
No, mujer, que no es molestia, 
y si te faltan refuerzos: 
mi teléfono en tu agenda 
y la certeza de sentir.


Mirabas siempre al sur, 

joven y hermosa. 

Decías que tras la autopista 
me esperabas para huir. 
Mirábamos al sur, no fui tan lejos 
por no encontrar al otro lado 
las certezas que perdí. 
Y esta claridad.