Volver… con las
maletas cargadas de sueños, de sueños cargados durante tantos años. Hay una
extrañeza bella y bizarra en ese acto. A veces vivimos tanto de sueños que al
realizarlos también queda algo de nostalgia. Es como si cierta parte del viaje por
la vida que tenía sentido por esas ansias y voluntades, te mirara de revés y te
preguntara: “¿y ahora?”. Es la cruz de lo realizado.
Volver… y
encontrar todo tan igual y tan distinto, tan extraño como ser turista en el
patio de tu casa. Empaparte de la humedad porteña, extrañar el invierno (aunque
lluvioso) de París, el azul del Mediterráneo, las Ramblas y mi maldita
costumbre de buscarte en todos los inviernos, tus susurros en cada portal.
Volver…y la mente
pendular que oscila entre rutinas, sueños, y cambios, en cómo ver lo mismo de
otra manera, en profundizar el camino de ser feliz por sí mismo, para que la
compañía sea un deseo y no una necesidad.
Volver a este
espacio, repasar viejos textos y preguntarse quién era yo cuando los escribí.
Casi vanidoso pasarse horas leyéndose a uno mismo, recordando escribir como si
fuera respirar sin recabar demasiado en qué se dice, como si la mente
desconociera el punto y coma. Y allí vamos. Volver y pensar que la literatura es un buen viaje, un gran medio de transporte para llevar aquello que no cabe en otra parte.
Volver y caer en
la cuenta que entre la multitud a veces la soledad es más grande, incluso más
grande que la sola compañía de uno mismo del otro lado del océano. Flor de
paradoja.
Volver y
preguntarle al espejo si no me equivoqué de edificio al entrar, porque no me
había visto nunca tan atractivo, y basta repasar una pluma de cualquier día del
año para comprobar que la sorpresa es verdadera.
Volver y patear
algún que otro tablero.
Dejar de
preguntarse por qué sigo soñando con ser el mejor hombre y maldecirme.
Dejar de preguntarse por qué los libros se escriben sin respuestas, o por qué nos
cambian las preguntas cuando creíamos sabérnoslas todas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario