Una vez más, Jorge miraba al frente y contemplaba tras el cristal de sus lentes, aquel de la ventana que lo separaba de la noche. Miraba una y otra vez la hoja, en un acto que ya casi parecía un rito. Llevaba meses buscando las palabras. Tenían que tener esa exactitud borgiana que para el resto de los mortales a veces constituía una perfecta excusa para no hacer nada. Respetable: la perfección era un anhelo loable si de buena expresión se trataba, pero el borroneo posterior y la pasividad siguiente y prolongada se acercaba bastante al sacerdocio. Tenía que encontrar las palabras. Todo era palabras. Llevaba meses buscándolas y sin embargo, no aparecían. La luna lo miraba con compasión detrás de una burla que jamás se mostraba. Él buscaba respuestas. A veces todo no sólo tenía que ser exacto, sino que también tenía que tener respuesta.
Esa carta era su alienación hecha papel. De momento, papel en blanco (ergo: seguía en el mismo sitio, siendo ni más ni menos que sí mismo). Uno tras otro apagaba cigarros, bebía café, sumaba lesiones en el duodeno que recién podía ver tras animarse a una endoscopía.
Tenía que conseguir ese alter ego desprenderse como una nueva ventana en el explorador de su computadora. Tenía que haber algo que se escindiera de la racionalidad en su persona, tenía que haber una creación para la cual solamente hubiera explicaciones sentimentales, y por ende, falta de raciocinio.
El amor es ciego, dijo Shakespeare. También podría ser irracional, o no, llegó a escribir. Pero se perdía en su laberinto y no encontraba más salida, con lo cual sólo había logrado poner un poquito más de basura en su discreta papelera de escritorio.
Epifanía: apareció la primera palabra. Laura. Sí, Laura. Y no se detuvo por un rato.
¿Dónde estarás ahora? ¿tenés todavía ese pelo suave, oscuro y largo tendiéndose en tus hombros? Me aterraba tu belleza, Laura. Era una excitación insoportable, una suerte de pedido inexorable de realizar a cada paso una maravilla que cuadrara con la sombra de tu espalda. Y la extraño. No me preguntes cómo, pero la extraño. A veces, en esas noches de soledad (ya no me averguenza decir que son todas), necesito tu tacto. Me revuelvo entero imaginando otra vez la sombra, como ahora la luna sobre mí, sobre tus hombros suaves, y ese pelo casi publicitario, y tus pechos firmes y suaves… pero no puedo más que eso. ¿Por qué es así la mente, Laura? ¿Por qué? ¿Por qué seguimos jugando a pensar que todo tiempo pasado fue mejor? ¿o eso sólo lo piensan quienes no pueden disfrutar el presente?
No hace falta decirlo: Jorge era de esas personas que parecían simplemente durar en vez de vivir. Una suerte de auto consuelo lo invadía cada vez que recordaba su pasado. Allí encontraba altibajos, en los cuales aparecían nuevos sustantivos. Sí, sustantivos propios. Que de repente se trastocaban, por eso, a las 3.15AM de esa insoportable noche de febrero, la pluma se retorció tanto que empezó a escribir otro nombre (pensó en Borges otra vez: el hombre se anima porque el metal se anima, yo me animo porque la pluma se anima, ¿seré hombre yo también?).
Paula. Sí, Paula.
Sería tan bello verte desayunar. Que frágil y dulce eras en ese simple acto de comer. No te importaba mancharte la boca con café en aquel hotel de Mar del Plata con las sábanas apenas cubriendo tu espalda inmaculada. Ni siquiera mis manos podían empañarla,¿te acordás? Dormías como bebé cada vez que me recostaba sobre ella y besaba tus mejillas, que siempre me acordaba de destacar. Y despertábamos religiosamente en la misma posición, como si el mundo se detuviera entre nosotros.
Qué cursi suena esto, pensó. Y sí, a veces hasta la vida es cursi.
Y como no pensaba volver a escribir otra carta, no se preocupó por la superposición de nombres en su contenido.
Y así siguió.
El despertador mostraba las 8. Hacía meses no dormía así. Se había quedado igual que en los tiempos de Paula: dormido encima de una almohada doble que reemplazaba el cuerpo de aquella mujer, que solo recordaba por recuerdos de recuerdos, y siempre en esa posición.
El raciocinio volvía a invadir el palacete. Tanta cafeína en sangre que ya había olvidado lo que era cerrar los ojos antes que la maldita luz del alba le recordaba que seguía viviendo en otro tiempo. La costumbre. No la perdemos nunca, pensó. Y si la perdemos, así quedamos.
Intentó retomar el último párrafo de la carta pero ya no pudo. Ni siquiera buscó la perfección, ni las palabras justas, ni las cursis ni aquellas que no lo eran. Continuó en la otra hoja, como si su recuerdo fuera a llenar alguna vez las letras que faltaban. Al fin y al cabo, todo era recuerdo, ¿qué importaba que el papel le recordaba que seguía allí, vivo en Mar del Plata, en una casa que tenía más de sótano que de aquello que los sociólogos solían llamar impunemente hogar?
Todo importaba. Todo tenía que importar, aunque así no fuera.
Sofía. Sí, Sofía.
Si te dijera que has sido la mujer entre las mujeres, ¿me creerías? Sofía. Ni Platón te hubiera imaginado tan amorosa. Ojos de brújula, equilibrio, equilatero perfecto. De cada costado faltaba ni sobrara nada. Porque yo no quería. Eras simplemente mi perfección. La misma que ahora busco Sofía. No importa si te mudas, no importa si nunca más me llamas, no importa si no ves que te extraño porque seguramente ya no estoy, nada de eso importa.
Tenía que decirlo, Sofía. Sino, nunca iba a romper esta rutina. Y tengo que hacerlo.
Tenía que decirlo, Sofía. Sino, nunca iba a romper esta rutina. Y tengo que hacerlo.
Volvió a pasar la hoja, llenando con su mente lo que no escribía y cambiaba de hoja.
Pero hasta vez hasta cambió de pluma.
Es cierto, sí. Cambié mi rutina. Pero no lo hice. Sólo cambié lo poco que recuerdo de ella. Porque ella eras vos, Laura. Eras vos, Paula. Y sobre todo vos, Sofía.
Yo soy todas ustedes, y seguramente algo de ustedes también soy yo. Pequeña diferencia, ¿no?
¿Qué decirles?
Yo soy todas ustedes, y seguramente algo de ustedes también soy yo. Pequeña diferencia, ¿no?
¿Qué decirles?
Cerró el cuaderno con la pesadumbre de un recién jubilado en una tarde de domingo.
No se le habían acabado las respuestas, se le habían acabado las preguntas.
Sólo allí descubrió que el pasado se había ido, igual que el último tren del día a Buenos Aires. Si todo era presente, entonces todo era nada. Nada valioso, al menos. Nada que ameritara seguir elucubrando palabras, perfecciones, razones o respuestas.
Miro al ventanal una vez más, con los ojos vidriosos del vaso de vodka, con la tristeza de Paula cada vez que la mostraba, y los ojos se le ponían como si hubiera bebido, y su único alcoholismo eran los desayunos sin despertador. Y sonrió con la picardía de Laura cada vez que terminaban de hacer el amor profusamente, y se amargó con la misma mirada que le regaló Sofía el día que se fue a París.
Volvió al papel, no pudo evitar abrirlo. Leyó cada palabra cientos de veces. Compulsivamente comenzó a cambiar las frases, a intercambiarlas, a superponer adjetivos, nombres, intercambiarlos, borrarlos y escribirlos nuevamente.
No quedaba perfección, ni exactitud. No quedaban respuestas, menos aún, raciocinio.
Sólo recuerdos. Lo mismo que creaba, destruía, y volvía a crear. Al fin y al cabo, no había carta, sólo recuerdo, solo pasado.
Nada quedaba de aquella carta.
Y sin embargo, era la última.
2 comentarios:
También yo busco ahora las palabras. Me ha encantado esta entrada. A decir verdad es la que más me ha gustado de todas las que llevo leídas por ahora. Sublime
Facu, me asombró este texto, me resulta fuera de lo común de lo que leí tuyo.
La tecnología nos evita la verguenza o la frustración de ver un cesto lleno de hojas o en blanco o mamarracheadas abolladas abultando el cesto de la basura, mientras las agujas del reloj, no tan sólo nos marca la hora sino la nada, de ese presente que parece eterno.
Me gustó mucho. Un abrazote (al... jaja)
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