Soy la palabra que no espera
el ruido que hace hablar a tu silencio
el nudo de la cinta de tu pelo
la mirada que quiere subir a tu marea

El canto de esperanza en el asfalto
los dedos torpes que sueñan con tu espalda
las amarras de un barco encallado
el asesino sin culpa ni redada

Desde mi ventana

Desde mi ventana

viernes, 9 de octubre de 2009

Camas vacías - 3era parte

1. Alicientes y dolores

-¿Dormimos juntos nosotros, que no me saludás?
-De hecho sí, respondió Pablo mirando con ternura y sorna, acercando su boca hacia la de Lucía
-¿Todo bien? ¿Paula fue al final?
-Sí, justo antes de irme, le puso la tele, le hizo no sé qué cosa de comer y se quedó dormida. Parecía una nena y todo
-Gracias Pablo, dijo Lucía acercándole la mano

Pablo se quedó mirando con alegría disimulada. Cuando Lucía lo miraba parecía que miraba con cristales y una cámara portátil que mostraba radiografías y palpitaciones. Pablo veía todo demasiado claro pero tenía soluciones un poco más confusas. Quedaba cada vez menos tiempo antes de una despedida que se hacía inevitable y en pocos días una mujer abría la puerta de su casa, las piernas, el alma y la familia. No había demasiado lugar para conjeturas. Sólo quedaba espacio para disfrutar un presente menos incierto que el futuro. “Carpe diem, decía el viejo, pensó”. Y allí lo vio: como un cisne cruzando el lago, la mano derecha tan grande como la suya, y los brazos del sillón sosteniéndolos, y una mano que fuma casi despectivamente un cigarrillo barato. Un vaso a medio llenar, un whisky del montón. De fondo un viejo blues de Eric Clapton y su voz, fuerte, ronca contándole revoluciones. “En esta época apareció un cartel en Londres que decía ‘Clapton es dios’ “. Y Pablo miraba casi como Agustina, como un niño que escucha una gran maravilla, o que necesita oírla, que para el caso lo mismo daba.
Se fue el viejo. Y la imagen también. Volvió a Lucía que lo miró un tanto consternada

-¿Estás bien?
-Sí, tranquila. Poca gente hoy…
-Casi nadie. Qué problema

De inmediato lo tomó de la cintura y casi a empujones lo llevó al depósito.
Pablo respondió con entusiasmo y Lucía se arrinconó sola contra la pared, tomándole las manos y pasándolas por todo su cuerpo, poniendo la cabeza hacia atrás con la boca entreabierta, suspirando ante el roce y agudizándolo cuando Pablo llegaba al botón del pantalón

-No pares, dijo Lucía

Y Pablo no paró un segundo, Lucía lo invitaba a hacerle el amor como si fueran dos gatos ariscos, o dos peces saliendo del agua. La misma agua que rato después brotaba por cada poro de sus cuerpos, secando la ansiedad. Lucía suspiraba con alivio. Pablo sonreía y se vestía a los apurones: el deber llamaba.
Pasó la tarde. Dos mil miradas iban y venían. Lucía rejuvenecía tanto que parecía tener su edad. Pablo sonreía con euforia y a la vez sin ella.

De repente, como si fuera un horizonte muy lejano, la última mesa hacía señas. Una muchacha de pelo muy corto, casi al ras. Pablo se acercó naturalmente y al verla palideció, asombrado:

-¿Verónica?




2. La vida caprichosa

-Tanto tiempo, ¿no?
-La verdad que sí. No es que me moleste, pero ¿qué hacés por acá?
-Es una larga historia, pero digamos que estoy de paso por acá
-¿De paso hacia…?
-Todavía no sé
-Cuánto misterio
-Cuánta incomodidad, ¿qué pasa?
-Nada. Convengamos que esto es un poco raro

Verónica no emitió palabra, pero sí gesto. Pablo la miró con un aire casi enojado, una suerte de flecha al ojo izquierdo para dejara de mirarlo con ese aire. Le irritaba el semblante casi soberbio de Verónica, que parecía haber empezado la partida con más de un naipe marcado; una suerte de ventaja nata del género que, a modo y gusto, imponía sus intereses, que por cierto no tenían más razón de ser que demostrarlo. Una partida psicológica: el borde izquierdo del as doblado hacia afuera, una navaja asomando sobre el pecho, una falda deslizándose en la penumbra, una mirada color puñal que se ciñe sobre el ojo ajeno

-¿Qué te traigo?
-Un café y dos medialunas. Y un vasito de amabilidad si puede ser
-¿Perdón? ¿qué te comiste, nena?
-Por lo que veo, tu comodidad
-¿Lo disfrutás?
-¿Qué te pasa, andás con otra y no querías verme más?

Fue Pablo quien guardó las monedas chicas de la respuesta, puesto que consideró que el tono de la interlocutora no lo merecía. A su vez las monedas se le hacían puntiagudas y durante toda la tarde cada vez que buscaba algo sentía una gran molestia en el culo: no haberle respondido suponía una aceptación tácita, o, lo que es peor, que Verónica supusiera una aceptación. Con bronca e indignación marchó hacia la parte de atrás y encargó el pedido al viejo, que leía apaciblemente como de costumbre.

Con razón este bar se llama así. Si Humphrey Bogart reviviera estaría ahí, justo enfrente, con su gran porte, fumando un habano y vestido con un traje impecable, preguntándose cómo puede ser que de todos los putos bares del mundo esta piba tenga que elegir justo este. Y encima hay que aguantarla con aires de soberbia. Más que Ingrid Bergman parece Natalie Portman. Que lo parió, no hay caso. Y Lucía, la que me espera

Lucía contemplaba de reojo y simulaba tareas que no existían, como atender a clientes que no había, en esa tarde tan gris ya pasadas las cuatro y diez. De modo que se entretuvo charlando con el chico que siempre escribía y escribía. Pero no le quiso dar conversación, con la última le había sobrado. ¿Qué ajedrez se jugaba ahora? ¿dónde iban las fichas? Y sobre todo: ¿dónde iba ella? ¿juez y parte? ¿fuera del tablero?

Pablo pasó delante de ella con cara casi de vergüenza, como un niño asustado mirando a la madre con cara de yo no fui. Y en el fondo no estaba tan mal. Lucía intentaba no responder ni emitir gesto alguno, como esperando escondida en su cabaña que pasara el alud, mientras la nieve se llevaba y arrastraba sus desechos desde vaya a saber qué montaña. Se hizo un silencio en el aire ante las señas de Verónica

-¿Con esta vieja estás saliendo?
-Es más joven que vos
-¿Por qué no te vas a la mierda?, bramó Verónica derramando el café, el vaso de agua y la paz en la tarde del bar




3. Rebobinando

¿Por qué tenés que aparecer ahora? El que se va sin que lo echen no tiene derecho a volver sin que lo llamen. Menos a reaparecer con ese aire sobrador. Maldita costumbre femenina. ¿Yo qué le hice, además de hacer mi vida? Como si le hubiera importado quedarse tan lejos. ¿Y ahora qué?
Pablo siguió hilvanando lamentos, el cigarro entre el índice y el anular de la mano izquierda, con más de un centímetro de ceniza colgando, casi cayéndose en el cenicero rústico, cuadrado. Apoyando el cigarrillo contra él , dejó la ceniza, rozó la punta nuevamente y lo paseó como un gato contra la mano humana hasta que quedó como un pequeño lápiz. Apuró otra pitada y lo apagó, casi con rabia. Apoyó el codo contra la mesa y se quedó mirando los pliegues del mantel. La luz ocre le daba en la cara y lo hacía casi mirar con un solo ojo. Se cansó enseguida de la posición, y casi bufando se enderezó, miró fijo a sus dedos y los frotó como de costumbre con la mano derecha contra la izquierda, mirándolos fijo y atento como si le hubiera aparecido un sexto dedo.
Lo interrumpió la voz de Lucía.

-¿Querés comer ahora o más tarde?
-No, dale, cuando quieras, respondió Pablo con una sonrisa cansada y melancólica
-No te pongas así, no es para tanto
-Es que me da mucha bronca
-Ya veo. Nunca te había visto así
-Encima te trató de vieja
-Bueno, no estuvo tan lejos
-Dejate de joder, no digas pavadas. Es una pelotuda caprichosa
-Puede ser. Pero sea lo que sea, parece que sigue estando ahí. ¿Qué hace acá?
-No tengo la más puta idea, ojalá supiera, dijo Pablo en un tono enojado
-Se había ido, ¿no?
-Sí, se fue a Israel con la familia, a vivir. Sí, a vivir. Y no me preguntó nada, lo dijo como si fuera definitivo, como si no hubiera alternativa. Se fue y se fue, chau, hasta siempre. O hasta nunca
-Pero, ¿qué? ¿te hubieras ido a Israel con ella?
-Puede ser, quizás. O tal vez no. No importa eso, lo que me jode es que ni siquiera me lo propuso, ni se le cruzó por la cabeza, no me incluyó más en su vida
-Bueno, son situaciones
-¿La vas a defender ahora?
-Ay Pablo, no te la agarres conmigo
-Perdón, dijo Pablo, y se apoyó contra el vientre de Lucía, que estaba de pie con un plato en la mano
-¿Y qué vas a hacer?
-De momento, creo que nada. Evitar verle la cara esa que me puso hoy
-¿Por qué no le hablás, cuando te calmes un poco?
-Me cuesta. Encima lo hace a propósito. No entiendo por qué se pone así
-Celos
-¿Y lo tiene que manifestar así? No me vino a buscar, vino a vigilarme
-Así somos, querido
-Así son algunas, sí
-Hablá con ella y tranquilízate un poco. Se deben deber una buena charla. Y por mi no te preocupes
-Sí que me preocupo, esto para vos debe ser una mierda
-Yo ya sé cuál es mi lugar, no tengo derecho a intervenir en esto, es tu pasado y tu vida
-Pero también estás en mi vida
-Por ahora…



4. A solas

Pasó la noche, y fue como cualquier otra, no por ello menos fructífera. La casa de repente se había llenado.
No sabía muy de qué, pero Lucía se alegraba de tener entre las manos, aunque fuera temporalmente, un manojo de llaves con la cerradura aceitada; de tener una silla más para poner en la mesa, de sentir voces en el comedor mientras cocinaba, de oír risas infantiles mezcladas con la voz de Pablo que trataba a Agustina como si fuera una hermana menor. Y cuando Lucía pensaba en eso se lamentaba. Le molestaba encontrarse ante la certeza de que doblar casi en edad a Pablo no suponía solamente un desfasaje en dos fechas de nacimiento: la vida se les presentaba diferente y el futuro en una bifurcada que recordaba al final de una película de Chaplin. Sólo que esta representaba más distanciamiento que posibilidad. Luego volvía a pensar en motivos para alegrarse, entonces aparecía la sombra de Pablo que con ojos de luna la observaban desde el techo y ella sentía la mirada fija en todo su cuerpo; y luego debía contenerse y mirar a su alrededor cuando recordaba sus caricias, su tacto, su perfume, su aliento, el sudor que dejaba en la cama y en su piel, la melodía que con ella cantaba mientras la penetraba con certeza. Entonces Lucía suspiraba por lo bajo, sonreía para sí misma, miraba por la pequeña ventanita de la cocina sabiendo que nada iba a ver de nuevo y volvía a sus quehaceres. Entonces miraba la taza de café y el olor todavía simulaba una vida conyugal que ilusionaba y a la vez no prometía nada. Cuando pensaba en eso, se entristecía. Se retorcía ante la jodida certeza de que el final que le esperaba iba a estar cargado de pañuelos blancos, escaleras mecánicas, ventanales grandes, un avión volando con él adentro y ahí sí, dos rutas bifurcadas, la esperanza cortada con jugo de limón, rancia, asquerosa, y el destino pintado con un signo de pregunta en mayúsculas que daba vértigo. Y Lucía lo miraba como inevitable. Quería parar la Tierra con sus manos y que el reloj dejara de cantar obligaciones. Disfrutaba y se lamentaba al mismo tiempo.

El exceso de cafeína le hacía arder ya el estómago, sentía nauseas en el cuerpo y apretándose del dolor se reía bromeándose a sí misma que estaba embarazada. Nada más lejos: principio de úlcera. Así le dijo al menos le había dicho el doctor que fue a verla horas más tarde, cuando Pablo ya había esparcido todo el perfume de la casa con la cuota de shampoo que llevaba en la cabeza. Se extrañó de que Lucía no fuera a trabajar pero dejó pasar la duda y marchó hacia la facultad.

Se quedó sola mirando el techo, en la cama, con la tele apagada por vocación (¿o impedimento religioso? ¿o contagio de Pablo?). El techo ahora no miraba nada, menos aún salían los ojos de Pablo, no había manos que la recorrieran ni le moldearan la cintura como arcilla.

No le puedo decir nada. Es su vida. ¿Y cómo le digo que me rompe las pelotas que esa mina aparezca ahora? Como si no me costara bastante ya sostener esto. Como si no me muriera de miedo de perderlo entero. Como si no quisiera tenerlo acá cada noche alumbrando esta casa. Además, ¿para qué le voy a hacer una escena cuando se va a ir en pocos meses a otro continente? No tengo derecho. Mi lugar es este, acá. O no. Quizás no. Pero si hay un lugar nuestro debe ser esta casa rodante, este albergue transitorio con velas y olor a niña. Sin perro, sin test de embarazo ni crianza. No soporto esto. No soporto no tener marido ni futuro.
¿Esto es la mitad de la vida? Quisiera que fuera un cuarto, o quizás un tercio. No puede ser la mitad. Y mierda que sí lo es.


Sola en esa cama que ahora le parecía tan grande, Lucía no pudo evitar romperse en lágrimas. Le entristecía insoportablemente la certeza de no tener ninguna certeza más que las que ya tenía y que no le daban mucho aire. Se le cerraba el pecho, golpeaba la almohada con los puños cerrados como una adolescente y se lamentaba más aún de no poder (o no querer) contarle nada a Pablo, y se le exponenciaban los pensamientos, maldecía que él no se enterara de nada.

Ni siquiera del blíster, vacío ya a mitad de la tarde, en el fondo del primer cajón de la mesa de luz.



5. El primer viaje

Era tarde ya. La luna galopaba corriendo al sol que se escapaba hasta perderse entre las nubes de esa ciudad y de todas. Lacio el pelo, la cara fresca y a la vez cansada, la taza de café sobre la mesa ratona al lado del sofá donde ahora reposaba, papeles que sonaban a signos de interrogación, recuerdos, viajes, sueños, torbellinos, bandadas de pájaros merodeando en la cabeza de Casandra, que se sonrojó para sí misma, con una sonrisa tímida como la habitual, que se concentraba en la boca cerrada. No era una carcajada abierta. Casandra se reía para adentro, como si se le contrajeran levemente los labios y la cara se le marcara con líneas agradables. Sonrisa parecida, tan parecida la de unas horas atrás, que no puedo evitar recorrer mentalmente su viaje, su primer viaje a Zárate.

Miraba seria ahora la tasa, como perdida en el miedo del desconcierto, de la desazón, de la duda. Una contradicción, un desfasaje de imagen pasada y mirada actual. No sabía por qué, y eso la nublaba. No sabía por qué había recorrido la ruta 9 en coche durante unas horas bajo una lluvia ejemplar, huyendo sin saber bien de qué, golpeada, con la noticia de una muerte y sin cartas por jugar, y todo eso, sonriendo. Se recordó a sí misma con las manos en el volante, mirando hacia al costado a un muchacho que conducía a la par de ella y que hacía señas como diciendo qué le vamos a hacer, no queda otra que aguantar el tráfico y mirar por la ventanilla a ver si al menos se tiene la suerte de ver a una bella mujer. Pero seguramente no había dicho eso, aunque bien probable era que lo hubiera pensado. Tampoco era el sonreír. Era el cómo. Tenía la mirada fresca como un manantial, mansa como el agua que de él sale. Y no era por el muchacho, ni por la lluvia. No era por nada. Era por todo, o era por contradicción. Una risa en mitad del velorio, un cigarrillo en una sala de espera de hospital, un gramo de combustible en la gasolinera del hartazgo.

Volvió a enderezarse (la posición en un peso casi muerto y la mirada cabizbaja sobre la tasa le habían hecho sentarse casi con la cabeza en las rodillas) y lo mismo hicieron sus pensamientos. Como un sacudón ante el tiritar de la piel con un viento leve en cambio de estación, como un salir del agua inesperadamente fría. Miró las paredes de la casa, olvidada en su memoria hasta horas atrás. Zárate no le pareció tan lejos. En su imaginario infantil la localidad equivalía a un continente, con la exageración que suponía el haber crecido. Y sin embargo estaba todo tan igual: el mismo cuadro con pinturas egipcias, cuando sus padres todavía estaban casados; el mismo cuadro de su amigo Carlos, sencillo, una pava y un mate pintadas casi a lápiz gris, con trazo que rozaba la timidez y la falta de carbonilla.

Otra vez lo visto. Un huracán que se colaba en su columna, imágenes impalpables y a la vez tan sentidas. Otra vez la muerte leyéndole el diario con la fecha del día. Miró los papeles a regañadientes, como si temiera un ladrido que ya no tendría ganas de soportar. El silencio se hacía tan saludable, las palabras tan absurdas. Y a la vez todo cobraba una suerte de sentido cinematográfico. Miraba la causa penal y sus efectos como una gran película en la que supuestamente participaba de extra pero jamás la llamaban para filmar su escena. Y sin embargo la sufría.
En la balanza de la justicia, como toda abogada, bien sabía que siempre faltaba algún platillo. A fin de cuentas, la justicia siempre premiaba al que tuviera más pruebas, no escrúpulos. Y sin embargo su platillo siempre estaba sembrado de deudas que sentía que tenía que devolver, aunque más no fuera porque lo prometido era deuda. Las ganas se le acababan, las fuerzas se calaban fuerte en los hombros y en la postura.

Miró otra vez la tasa de café. Abrió el expediente que había cerrado minutos atrás. Analizó durante horas todas las posibilidades del caso y llamó a su oficina. Su jefe respondió con el tono más amable que pudo, aunque se alegró de oír una voz agradable en la soledad de la noche y el olor a computadora que ya le daba náuseas en el cubículo del estudio. Dijo de hablarlo.

-Como quieras, pero ya te aviso que vamos a llevarlo a juicio. No sé cómo ni cuándo, pero quiero terminar esto
-Contá con nosotros, no te preocupes

Colgó el teléfono como aliviada, sorprendida de la fuerza que la había invadido de repente, como un viaje hacia la paz, esa que hacía tanto que no le decía dejà vu por detrás del hombro, como esa sonrisa que la hacía más hermosa.



6. El suelo

Qué frío estaba el suelo de aquella habitación. Sábanas desechas, el último rayo de sol por la ventana y dos manos buscando desesperadamente un ancla para subir a ese colchón que parecía estar a la altura del cielo, a pocos metros. Lucía se había caído estrepitosamente de la cama, la cabeza le daba vueltas, el mundo se movía, el techo parecía un mosaico multicolor cargado de serpientes. El suelo una suerte de zamba en un parque de diversiones para adultos. Una suerte de vómito cerebral se esparcía por su mente laberíntica, dos pasos en el fondo del comedor anunciaban una responsabilidad imposible con demandas de juguetes incomprables.

-¿Mamá?

Lucía balbuceó una respuesta que resultó indescifrable. Con dos labios no atinaba a responder una palabra con claridad.

-¿Y Pabio?

Decir facultad resultaba complicado, explicar el concepto del establecimiento, imposible.
Agustina gozó por un rato del beneficio de la ignorancia y se tumbó sobre Lucía.

-Dale ma, haceme subibaja

Así le llamaba Agustina cuando el padre, tiempo atrás, dormía la siesta. El juego consistía en posarse con el cuerpo entero en el espacio entre los hombros, de modo que cuando el padre apenas despertaba movía los codos hacia atrás, es decir hacia arriba, y la pequeña tambaleaba entre risas. Pero el parque esa tarde estaba cerrado.
Lucía alcanzó a darse vuelta, intentando esbozar una sonrisa y con los ojos apenas entreabiertos.
Agustina murmuraba con el pelo cayéndole casi sobre la cara y con las manitos sobre la ropa de Lucía, casi a la altura de los pechos, agarrándole la ropa, incitándola a jugar.
Pablo apareció minutos más tarde.

-Ya llegué, gritó desde la puerta
-Pabio, volvió a la entrada corriendo Agustina, alargando la vocal final del nombre que acababa de pronunciar, como si fuera un relato de gol en versión infantil-femenina.
-¿Cómo estás, pequeñita?, preguntó Pablo alzándola en brazos y besando la mejilla suave de Agustina
-Mal
-¿Por qué mal?
-Mamá no quiere jugar
-¿Por qué no?
-Ta haciendo noni
-¿A esta hora?
-A ver…

Pablo entró en la habitación y encendió el velador. La tarde había caído con la misma rapidez que Lucía de la cama y costaba vislumbrar algo en la oscuridad del cuarto con la persiana apenas abierta.

-¿Lucía?, preguntó Pablo como si hablara al aire
Miró el cuerpo tendido, el blíster vacío, la sábana desecha. Se estremeció ante la imagen espantosa, tan poco parecida al mundo que habitaba normalmente entre esas cuatro paredes. La levantó en brazos, la acostó en la cama y llamó a la ambulancia y a Paula



7. Las sirenas

-¿Hace mucho que está así?
-No sabría decirle, doctor, me fui un par de horas, no la vi en el trabajo. Cuando volví estaba así
-Lo que tomó son pastillas. Va a costar despertarla, pero se va a despertar y va a estar bien, no te preocupes. Pero habrá que estarle cerca y cuidarla. La nena por suerte parece que no se enteró
-Sí, yo me ocupo
-Cualquier cosa vuélvame a llamar

Pablo corrió hacia la puerta al oír que se cerraba

-¡Doctor!, exclamó
-¿Qué pasó?
-Venga, por favor, está convulsionando
-Quédese con la niña, ¿dónde está el teléfono?
-Junto a la mesa de luz

El doctor llamó a la ambulancia con una mano mientras la otra intentaba sostener el cuerpo de Lucía.

-¿Qué hizo, Lucía? ¿qué hizo?

Lucía no llegó ni a balbucear. Sabía las contraindicaciones que tenía, pero no las consecuencias.

-¿Qué pasó, Pablo?, preguntó Paula que entró como si escapara del psiquiátrico

El ambiente era desolador, Agustina corriendo por el comedor a los gritos, Pablo nervioso, inquieto e indeciso, el doctor intentando dar con el servicio de emergencia y Lucía a tira y afloje con el brazo del médico. En pocas horas el departamento era un caos.

-Me fui a la facultad y cuando volví la encontré así, Agus no la podía despertar, ahora está con convulsiones. ¿Te podrás llevar a la nena, por favor?
-Sí, tranquilo
-Gracias
-Avisame cuando sepas algo. ¿Vamos al parque Agus?
-¿Y mamá? ¿dónde ta mamá?
-Después viene, está durmiendo ahora, contestó Paula tomándola del brazo y trabando la puerta del cuarto de Lucía con la punta del zapato marrón.

Ahora se iban a regañadientes. Pablo marchó de un tirón a la habitación, controlando a Lucía. Afuera por el ventanal entraba la luz de la sirena, con un ruido ensordecedor, una camilla y dos sedantes.

-¿Qué hiciste, Lucía?, preguntó Pablo ya en el hospital
-No sé, me angustié y quise dormir
-Pero estabas sola con Agustina, ¿te volviste loca? ¿y además para qué mierda querías dormir?
-No sé Pablo, no sé, dijo Lucía y se quedó dormida

Pablo salió al primer pabellón que encontró a fumar, como si el humo debilitara las ansias. Efectivamente lo hacía, sólo que después se le acababan, al igual que a Lucía, las excusas para enfrentarse con aquella pared que algunos llamaban vida.



8. Puntos suspensivos

-¿Hasta cuándo vas a estar así? Por favor, Lucía, levantate
-No tengo ganas
-Tenés que tener
-¿Y quién sos ahora para decirme que tengo que tener?
-Por favor Lucía
-No tengo ganas
-¿Qué pasa?
-Estoy triste
-Porque te vas
-Ay Lucía, no seas infantil. Falta para eso. Y ya lo hablamos
-Ya sé que lo hablamos, pero vos no entendés. Yo estoy harta
-¿Harta de qué?
-Harta de tener que lidiar con todo sola, de que me dejen, de sentir ese peso encima que no sé hasta cuándo voy a soportar
-Entiendo, pero yo estoy acá ahora, para lo que quieras
-Sí, pero ahora, después no
-¿Y porqué te hacés problema ahora?
-Pablo, vos tenés toda la vida por delante, yo no
-Ay lucía, no tenés 80, dejate de joder, por favor
-Pero me queda mucho menos de lo que vos pensás. Vos recién empezás, y yo no sé hasta cuándo quiero seguir
-¿Podés dejar de hablar así? Estás en un lindo lugar, en un lindo departamento, tenés trabajo, una hija hermosa
-Pero no sé, no me alcanza, dijo Lucía en un tono casi quejoso mientras colaba su cabeza entre las piernas de Pablo, ahora sentado en el borde de la cama

Pablo suspiró hondo y no encontró nada para decir. Cualquier escaramuza que inventara, Lucía le inventaría un defecto con el cual legitimar sus actos, ¿y hasta dónde hacerse cargo de la angustia ajena? Bastante le costaban sus batallas propias y ajenas como para incorporar soldados enemigos al ejército.

-Por favor, levantate, date un baño, la vestimos a Agustina, la alcanzamos hasta lo de Paula y nos vamos a trabajar
-No quiero
-No me importa si no querés, vamos igual

Pablo se mordía los pulmones al hablarle así, y lo propio hacía Lucía. Sabía que lo hacía por su bien y le daba más rabia no poder hacerlo aunque más no fuera para satisfacerlo y convencerlo mentirosamente de que todo iba bien. Quizás fue esto último lo que dio un empujón para que Lucía se enderezara en la cama revuelta y buscara la toalla en el armario, mientras ya oía con desgano, por algún motivo, el ruido del agua que caía en el cuarto de baño.

Pablo se tomó la cara, encendió un cigarrillo mientras tomaba un mate lavado en la cocina. Tomó otro, y otro más, como si fuera un borracho entrando en fiesta.
No pudo evitar entrar casi a la ducha para preguntar a Lucía si estaba bien.
Volvió a la cocina al escuchar un sí del otro lado de la cortina.

¿Qué mierda pasa acá? No te reconozco Lucía, no te reconozco, murmuró en voz baja.
¿Qué hago yo acá?, pensó para sí, mientras tiraba la yerba en el tacho de basura.



9. El joven viejo

Con una entrada poco triunfal Lucía y Pablo ingresaron al viejo bar, habitual ya en su rutina laboral. Casi a las corridas Lucía arrastró de la mano a Pablo hacia el depósito detrás del mostrador. Con apuro intentó desabrochar el botón del pantalón de Pablo.

-No, ahora no. Y así menos. No
-¿Qué pasa ahora?
-Que estás haciendo cualquier cosa. Vamos a trabajar, Lucía, dale
-¿Y ahora no querés?
-No

Pablo sabía que no era la mejor respuesta, o al menos no la más aconsejable. Pero tampoco lo era hacer consentimientos piadosos. Lucía intentó no dar palabra en el resto de la tarde, con una mirada casi furiosa. Lucía se convencía ahora de que Pablo se confundía con Verónica y ella era nuevamente el triángulo torcido de un isósceles maltrecho, pero Pablo ni siquiera sabía la geometría que rondaba por la cabeza de su compañera.
De modo que se pasó la tarde hablando con el viejo, que como siempre, observaba de reojo entre las hojas del diario “El mundo” el comportamiento de empleados y clientes.

-¿No había un diario un poco más ortodoxo en el puesto?, bromeó Pablo
- Joder chico, aquí se dice periódico
- Bueno viejo, allá se dice diario
- Eres cabrón eh, decir que eres buen chico, porque de haber sabido que eras rojo y argentino, no te tomaba ni por putas
- No te enojés, che, era un chiste. Además no es tan facho, podría ser peor
- Que yo no soy fascista
- Nadie dijo eso
- ¿Entonces?
- Entonces nada

El viejo soltó el diario y Pablo se asustó. Nunca en su vida lo había visto hacer semejante gesto. El viejo lo tomo de la cabeza y lo puso contra su pecho, rascándole el pelo con los nudillos

-Cabrón que eres, eh, decir que eres mi chico favorito aquí, por lo menos divertido
-Ah, eso sí, respondió Pablo aliviado y sonriendo

El viejo tenía buena onda, decía Pablo, y según el viejo habían hecho buenas migas. Pablo lo miraba y por momentos olvidaba que su padre había muerto meses atrás de un cáncer de pulmón. El viejo lo miraba y olvidaba que nunca había podido tener nietos, porque su mujer, que ya estaba a mitad de camino del cielo y el infierno (sólo que antes de ir no avisó a cuál iba a ir, y desde ese día el viejo perdió todo el catolicismo que profesaba) nunca había querido tenerlos. “Y eso que éramos familia de campo”, repetía siempre el viejo, que ahora compartía un café con su empleado-nieto. “Nos encantaba. Al menos a mí. Ella nunca fue de hablar mucho, siempre se ocupaba de mí pero bastante poco de nosotros. Y yo la verdad no hice mucho más que eso. Me vine de Andalucía cuando ella se fue, no podía soportarlo”. Pablo tenía que contenerlo ahora, porque de repente el viejo apenas podía hablar. Un sollozo y una carraspera se le mezclaban en su voz ya de por sí ronca y con un tono que para Pablo era difícil de dilucidar por momentos.

-¿Y tu, chico, cuando te irás? Lo dejarás solo aquí al viejo, ¿enviarás cartas por lo menos, no? Porque yo correo electrónico no tengo. Para eso están ustedes.



10. El golpe parcial

Pablo se dio la vuelta y atendió al primer cliente que encontró en esa tarde que parecía siempre igual y sería tan diferente. Sirvió con gran cuidado el café, como si se fuera a prohibir al dia siguiente su derrame, ofreció una sonrisa relajada y dejó la bandeja en la cocina del bar. Volvió al centro de ese bar tan rústico, sencillo, tan cuadrado y con sabor a café cargado. Para Pablo eso significaba el mayor atractivo. Nada más tentador que pasar con frío, hambre o sed por una puerta y sentir ese aroma que lo tomaba por la corbata y lo invitaba a entrar como mujer pasional al ascensor y con cara de sorpresa, o como adolescente taquicárdico buscando palabras para decir a la hora de enamorar, o simplemente entrando apurado por el vértigo que supone toda urbanidad. Bajó rápido al mundo sensible (no platónico, claro) y su corbata se deshizo, su corazón latió por tres y su paso se aceleró (¿o era su mente?¿o un rayo con forma de mujer? ¿o un miedo esperanzador? ¿o un lío inconmensurable? ¿o un triángulo sin lados?) al ver en la última mesa contra la pared el rostro de Verónica. Qué distinta estaba, con su pelo al ras pero el rostro tan triste, tan mansa, indefensa y a la vez bella con la sien apoyada sobre la pintura color crema de la pared.

-Hola, ¿estás bien? ¿Qué querés tomar?
-Café, y si podés hablar, mejor
-¿Podés pasar más tarde? Ahora se complica
-Bueno dale

Pablo hizo un gesto amable y volvió a la cocina, que pocos segundos después quedaría bañada de café.

-¿Qué te pasa? ¿no me viste?
-¿Qué mierda le pasa a esa pendeja ahora?
-Ah, es por eso
-Más vale, ¿por qué más va a ser?
-Me dijiste que hablara con ella, que aclarara las cosas, y ahora salís con esto. Ya sé que no es tu mejor día, pero no es justo esto
-Está bien, andá, hacé lo que quieras
-Ay Lucía no te pongas en adolescente
-Adolescente un carajo, tengo miedo de perderte
-Hacés todo lo posible te digo

La cara de Lucía quedó pálida. En el fondo, como buena parte de algunas mujeres, en su cabeza habitaba la idea de que por ningún motivo Pablo se iría de su lado. Una suerte de muro inatravesable la protegía , de modo que cualquier desatino no era suficiente para ablandar el cemento y la paciencia de su…
Lucía quedó dubitativa al intentar poner un sustantivo vinculante para Pablo. No encontró ninguno. Las etiquetas no eran lo suyo, pero el problema aquí era el contenido además del envoltorio. Qué vértigo la envolvió. De repente, el muro se venía encima al ver que Pablo disfrutaba de un nomadismo absolutamente justificado y con creces, con una conducta ejemplar, generosa, compasiva y comprensiva, y sin embargo se quedaba, y sin embargo no se iba, ¿hasta cuándo?

-Tengo que hablar con ella hoy a la tarde, después del trabajo, así que llego más tarde hoy

Lucía no emitió respuesta y miró hacia abajo, sentada en el banquito frente a la máquina de café.

Pablo se volteó y retornó a la mesa para seguir atendiendo clientes, intentando elucubrar una buena manera de informar amablemente su cansancio. Porque en el fondo eso le ocurría: un cansancio acumulado, producido por la incertidumbre de su vida, a la que todavía le quedaba tanto.



11. Jóvenes

Pablo vio salir con furia a Lucía del bar y en el fondo no sintió ninguna culpa. Quizás producto de su nomadismo. Quizás porque no había prometido nada y consideraba que había hecho más de lo que hubiera hecho cualquiera. Quizás porque no tenía ganas de comprometerse. Pero la vio salir y no dijo nada.
Hizo una última broma al viejo mirando de reojo el pelo de Verónica contra el cristal de la puerta doble ya cerrada.

-Anda chico, yo termino aquí. Hasta mañana
-Bueno viejo, gracias
-Viejo un carajo, tio, no me hagas cabrear, vamos
-Era un chiste che, siempre tan cabrón

El viejo repitió el gesto habitual tomándolo de la cabeza. Pablo besó apenas su cabeza calva, casi de abuelo (aunque no pronunció el sustantivo octogenario) y marchó.

-Hola, dijo Pablo en un tono tímido, poco seguro de sí mismo, tan parecido a otros tiempos. Se sorprendió de volver a sentirse así, en una suerte de desnudez que no llegaba a ser ridícula pero que no sabía cómo tapar.
-Hola, respondió Verónica con una sonrisa también tímida, como si pidiera perdón

Y olvidando la cantidad de horas que pasaba entre mesas, Pablo la llevó al café más cercano y oscuro que encontró. Qué linda la veía otra vez, con la mejilla contra el vidriecito de la ventana. Recordaba esa mejilla que besaba cada mañana en el colectivo, suave, perfumada, con olor como a fruta, o a flores, y se perdió en la nebulosa inútil que atraviesan algunos hombres cuando intentan distinguir perfumes, olvidando que su gama es de dieciseis colores y cuatro vientos. Se lo dijo a Verónica que volvió a sonreir, tímida, cansada, sin seguirle la mirada.

-¿Qué pasa?, preguntó Pablo
-Me siento mal. Siento que hice todo mal, que me equivoqué. Como el otro día, que hice una pendejada, no tenía por qué ponerme así. Lo hice de celosa
-No me digas
Verónica se mordió los labios mostrando su risa inequívoca, riendo la ironía de Pablo, que le resultaba tan lejana y tan cercana ahora, allí, a un metro de distancia entre una tabla rasa de madera que abarcaba dos vasos, platos y cubiertos.

-No pasa nada, dijo Pablo, frase habitual en él por otra parte
-Sí pasa, me desubiqué..
-Ya está, interrumpió Pablo, acariciándole la mejilla

Recordó esa vieja teoría de las heridas que no cierran, de las cenizas que quedan de los viejos fuegos, de los finales abiertos y por terminar, de las despedidas que alguna vez se traducen a otro idioma y se llaman reencuentros; recordó otra vez los viajes, las mejillas suaves y tan jóvenes (quizás más que ahora), perfumadas; las caricias de la primera noche, los temblores del pecho y del sexo inexperto, el miedo habitual y desconcertante bajo la axila, en la espalda, en las piernas, las manos ansiosas y tímidas sobre ese cuerpo tan dócil, siempre tan suave y dispuesto, la piel tan mullida, como de gato doméstico, de cachorra de mujer, los hombros artísticos, el pecho suave, erguido o inclinado, el vientre tan cargado de esperanza.

Y de repente el cuadro lo encontraba igual, tan joven, tan sin culpa, tan hermoso y tan hermosa, tan desnudo y tan desnuda, con tanto sudor y tanta lágrima, tanto reencuentro y tanta despedida, tanta esperanza y tanta incertidumbre, que ahora poco importaba, una vez que el cuerpo tibio reclamaba un abrazo final.



12. Después del amanecer



Parecés una huella de luna bailando en el mar de los sueños. Te cuelga el pelo como hierba fresca de primavera y te miro, así, tan fijo, sorprendido de esa belleza que hacía tanto no veía que casi creía haberla olvidado. ¿Tendrá la memoria un cajón aparte, una carpeta de archivos temporales, como en una PC? ¿Será la mente un retrato de lo andado? ¿Será esta cama otra vez un ring para amantes perdidos? ¿Será tu cuerpo el que añore cada vez que vayas al trabajo? Qué hermosa se te ve, tan dormida. Deberías verte: se te pierden los años por debajo de la sábana y te convertís en una niña tan indefensa, como tu cuerpo anoche, tan suave, tan para mí, como dos piezas de rompecabezas cerrando un maldito acertijo. Si despertaras olerías un café y verías el humo reflejarse en la cortina color beige, apenas, tenue, fino, volátil, fugaz, como el sol que la calienta del otro lado. Las mejillas tan suaves, los ojos hermosos aún cerrados, con el maquillaje sin correr, como si fuera laca sobre una pizarra de madera. La boca fina, pequeña y dulce, el pelo enmarañado y leonino, los hombros dóciles y perfectos como los de toda mujer, los pechos juntándose como dos dunas queriendo cruzar el horizonte: qué paisaje llevás encima, Verónica. Perdonarás, espero, que mis dedos acomoden tu pelo detrás de la oreja y mis labios rocen tu mejilla y oído oiga un buenos días amable, ¿no?

Pablo cerró su cuaderno de notas. Cuánto tiempo teniéndolo así, tan blanco y liso como una oficina. Verónico abrió los ojos al mismo tiempo que la sonrisa, como si dependieran del mismo músculo facial. Con más ganas que desvelo se tumbó sobre Pablo para repetir las caricias siempre igual, y siempre diferentes, como si la noche, literalmente, hubiera quedado corta: todavía había que llamar a la mañana para que se le fuera la mano.
El hambre vino al cuerpo y Pablo la miraba morder el borde de la tostada. Admiraba esos gestos tan cotidianos y humanos: les encontraba una belleza tan particular, en esa sonrisa juvenil de la mujer que tenía enfrente.
Verónica se enderezó, besó a Pablo suavemente, miró el reloj y comenzó a vestirse y pintarse.
Abrió el espejo, pequeño, de madera tallada, doblado en dos, y se pintaba los ojos como si de ello dependiera la belleza del universo.

-¿Decorando las persianas del mundo?, preguntó Pablo hacia quién sabe dónde

Verónica sonrió otra vez mordiéndose los labios, sorprendida y alegre.

-Al final no me contaste cómo llegaste acá, a España. Mirá que es grande el mundo
-Bueno, digamos que hay algo que se llama teléfono. Me costó días, semanas, meses de pensarlo, pero decidí llamarte: te extrañaba. Pero a la vez no quería volver. Quería pero no quería. Sentía que no debía, que había elegido algo y que tenía que respetarlo y respetarte, no volver a lastimarte, a meterme y salir de tu vida. Pero no pude. Así que llame y me atendió tu madre, me dijo que te habías venido acá, a Madrid, a estudiar. Inventé cualquier excusa en mi casa, dije que necesitaba salir de ese mundo extraño, con esas relaciones tan endógenas. Mi familia es muy cerrada, muy estricta, ya te conté. Así que digamos que no lo inventé, era cierto. Pero solamente dije que me iba de viaje. Y acá estoy, de viaje. ¿Cómo te encontré? La verdad que de casualidad. No sé si decir que vine a buscarte. Pero en algún lugar seguramente sí, porque justo ahí aparecí. Pero no sabía dónde estabas. Me sorprendí igual que vos al verte. Y ya te dije, me puse así de celosa, era obvio que entre ustedes dos, a Lucía me refiero (Pablo asentía con la cabeza, con el semblante serio, atento, revelador), había algo
- Sí. La conocí ahí, en el bar.
-¿Vivís con ella?
-Algo así. Hace unas semanas que sí, pero tampoco me comprometí a nada. Y menos ahora
-¿Y qué pensás hacer con Lucía entonces?
-No sé

Y de momento, Lucía miraba el techo entre lágrimas



13. El otro después

Pablo y Verónica se despidieron sin decirse nada. O mejor dicho: sin hablarse. La sonrisa tibia que llevaban en el rostro y en el cuerpo no necesitaba demasiadas palabras que acotar, pero el futuro sí. Y de ello poco se dijo. O nada. No dijeron nada. Verónica rozó el índice de su mandíbula, lo miró con ojos comprensivos, como si no esperara respuesta pronta. Pablo hizo un gesto como asintiendo, entre agradecido, molesto y preocupado, devolvió un beso largo, lento, dulce, y volvió caminando despacio por la Gran Vía. Pasó por el hotel, buscó unas carpetas de la facultad y se marchó. Su pieza era un desperdicio económico, ciertamente, puesto que había pagado una larga estadía y hacía rato que ni siquiera la visitaba. Pero como en todos lados, el dinero en la caja del prestador no ameritaba explicaciones del cliente.

Marchó a clase por las mismas escalinatas enormes de siempre y volvió por primera vez con una larga sonrisa que apenas le entraba en la cara: había aprobado todos sus exámenes. Se sorprendió de que la tramitación de graduación por plan Erasmus no fuera el embrollo que había imaginado. La burocracia en su país natal le habían dado una buena dosis de paciencia en el tema.
Se sentó un rato en el banco del patio, grande y despoblado esa tarde a fumar el último cigarrillo de la caja, antes de emprender la caminata hacia la casa de Lucía. Y al pensar en ella lo invadió un dejo de melancolía, un par de cucharadas de culpa rociadas levemente con sal, tal vez con la misma que Lucía derramaba sobre su rostro, sola y sin respuestas en la cama.
Caminó como todos los días cuatro cuadras por la Gran Vía y dobló a la derecha hacia la casa de Lucía. Agustina lo recibió encantada, y Pablo sonreía encantado pero culpable. Le preparó una enorme tasa de chocolatada que Lucía ya ni se encagardaba de prohibir (después de todo, el chocolate era lo de menos, y hasta decían que calmaba la angustia, que Lucía esperaba no fuera hereditaria) y encendió la tele para la niña. Le dio un beso en la mejilla, fuerte, intenso, sonriendo para dentro ante la ternura y la suavidad de la piel de Agustina que miraba embelesada el aparato electrónico con la cuchara en la boca.

No se sorprendió al abrir la puerta del cuarto y encontrar a Lucía boca abajo, con el pecho haciendo gimnasia ventricular. Se sentó en el borde de la cama y esperó vaya a saber qué, mientras miraba cabizbajo los pliegues del acolchado color crema.

-No sé qué decirte, dijo Pablo como introducción retórica
-No tenés que decir nada, era obvio que iba a pasar esto. Ella era tu novia, yo soy una vieja arruinada, no me prometiste nada y no tenías por qué hacerlo. Aunque me duela y me rompa las pelotas que no vengas, no avises y tengas tan poco tacto y cuidado para ir y acostarte con otra, me jode, mucho, mucho

Y Lucía repetía el adjetivo una y otra vez, cada vez más fuerte y cada vez más fuerte golpeaba el almohadón de la cama.

-Tranquila, dijo Pablo
-¿Cómo mierda querés que me tranquilice? La puta madre nene, la puta madre
-¿Querés que me vaya?
-No sé qué quiero. Quizás quiero que te acuestes conmigo, que te quedes, que me digas qué mierda vas a hacer con tu vida, que no te vayas con otra, tener alguna certeza en esta puta vida, no sé. Pero no va a pasar nada de eso, así que quizás sí, estaría bueno que te vayas
-Perdoname, insistió Pablo entre sollozos y tomando el brazo de Lucía que no pudo evitar abrazarlo, fuerte, intensamente, como un tesoro que no debía irsele de las manos. Y al instante lo soltó, súbitamente, como volviendo a una realidad que no ameritaba un encuentro así.

Pablo se levantó lentamente, pasó por el comedor y miró Agustina con tristeza, sin saber si alguna vez volvería allí.



14. La llamada

-Venite a la oficina cuando puedas, dijo el jefe

Casandra se vistió como si pudiera , buscó el coche y emprendió la ruta 9 de regreso a Capital. El tránsito como de costumbre pesaba en la bilis de los conductores que frenaban y aceleraban una y otra vez, como si la paz se hiciera con ruido.

Llegó intranquila, no demasiado preocupada porque se había cerciorado de que nadie la siguiera (y ya habían pasado varias semanas desde la amenaza y el ataque en la puerta de su casa). Cierto resquemos le invadía el cuerpo, como una carga que ya no sabía si estaba dispuesta a soportar. Sin embargo un atisbo de energía se le subía a la garganta y al pecho, como si fuera un suplemento vitamínico que diera aire para correr, como después de una gran alegría que amerita un desahogo y una exhalación. Todo eso no le sucedió hasta que su jefe le anunció que, definitivamente, su cargo estaba asegurado siempre y cuando el caso fuera a juicio: la alta jerarquía presionaba cada día más para sacarse de encima tantos aprietes, inseguridades, molestias, intentos de coima, asesinato y otros haberes que Casandra por suerte desconocía. La ambigüedad se apoderó de ella. Seguir o no seguir, murmuró irónicamente para sí, recordando un monólogo que no tenía pertinencia en ese lugar, pero sí dentro suyo. Decidió seguir. No supo si por ese atisbo de energía, si por esa suerte de deuda emocional, si por vanidad y orgullo profesional o por mero cansancio y voluntad de terminar lo que había empezado, pero decidió seguir.

Con apuro pero atentamente tipeó uno por uno los datos a favor, elucubró monólogos, se comunicó con la parte acusada para informar que en unos días llegaría la carta a documento citando a las partes ante el tribunal :el juicio empezaría en la última semana de septiembre. Casandra pensó unos instantes en Lucía. Hacía rato no sabía nada de ella. No se había comunicado para tener novedades. Meditó un instante con cierto orientalismo (sin pensar en nada en particular) y volvió a sus quehaceres. De a ratos se preguntaba por Martín, de quien ya no podría obtener más nada, pero en algún lugar seguía elucubrando artilugios que intentaran obtener algo, aunque más no fuera la certeza de no volver a preguntarse por los condicionales. Al fin y al cabo, la historia humana desconocía los condicionales. Pensar en un tal vez y en un pasado resultaba un esfuerzo inútil. Quizás por eso había elegido la abogacía: pruebas concretas, referencias concretas, papel, sello, firma, validez. El resto, nada. Recordaba repentinamente las burlas de Francisco (“cinco años estudiando para aprender a mentir, ¡qué bárbaro!”) y en el fondo se reía, tímidamente, apretando los labios como para no socavar la calma que en ese momento invadía al estudio. Por otra parte, pensaba, no estaba tan lejos de lo cierto, aunque a Casandra le gustaba más el verbo manipular que mentir. Y quién podía decirle que no. Volvió a recordar a Martín al mirar las pruebas, los papeles, oír una y otra vez las grabaciones, anotar, corregir, borrar, rescribir notas y posibles puntos de apoyo de base retórico para la hora, literalmente, del juicio final. Llamó a Lucía, para informarle la fecha. No encontró a nadie, ante lo cual decidió dejar un mensaje en el contestador.Pasaron los días y no hubo respuesta. Lucía yacía en su cama pero con el teléfono bajo, de modo de no escuchar el teléfono pero sin desconectarlo, para no levantar sospechas.

Casandra ahora pensaba en ella y pensaba que ese acto ya le resultaba insoportable. Hubiera querido apagarse un rato, como si apretara el botón rojo de un control remoto, o como si durmiera una buena siesta en el umbral de la paz.

¿Por qué no? ¿ por qué se me escapan todas las rutas para salir de esta gran encrucijada? ¿por qué el amor me cuesta tanto? ¿por qué toda posibilidad se muere? ¿por qué mueren tantos? ¿por qué no puedo abrir aunque más no sea la ventana de la confianza y esperar que algún príncipe verde oscuro me tire una carta, o una buena piedra que me despierte? Algo.

Con más respuestas que preguntas volvió al expediente y a la abogacía, porque la filosofía, bien sabía, no era lo suyo



15. Humo y cenizas

Como si el humo fuera aire, Casandra aspiraba con bronca el cigarrillo en la puerta de Tribunales. No podía sonreír: demasiado esfuerzo, demasiadas horas, demasiado trabajo detrás de su escritorio; demasiado riesgo, demasiados viajes, demasiadas precauciones al cruzar la calle, demasiada confianza puesta en su trabajo, demasiada pesadumbre, culpa y cargo en sus responsabilidades, demasiado humo hecho ceniza detrás de una sentencia. Falta de mérito. Eso pensaba ella del juez que había dictaminado la absolución de Pedraza. Esquivaba las cámaras, las fotos, las notas, detrás de un mundo de gente que, como si fuera una película, rodeaba el escenario del tan codiciado caso por parte de los medios de comunicación.

Miró el teléfono buscando algún contacto que la ayudara, que la apoyara, y no encontró ninguno. Derramó más de una lágrima al pasar por la M de Martín, que se había borrado del mundo pero no de su teléfono. Resbaló más de una duda al pasar por la L de Lucía, que nunca le devolvió ningún llamado, aún habiendo dejado varios mensajes en su contestador. Ni aunque en tierra madrileña les llamaran recados concebía su falta de respuesta. Se enfureció, maldijo al mundo entero. Era uno de esos instantes en que la Tierra entera parecía girar al revés que ella, como si se hubieran literalmente alineado todos los planetas para que su sol no brillara más.
¿Para qué tanto? ¿para qué tanto humo si sólo quedan cenizas luego?, llegó a pensar para sí. Las lágrimas le corrían el maquillaje y se espantaba de pensarse así, tan sola entre la multitud, elegante pero andrajosa, bien vestida pero desnuda, formal pero desalineada, hermosa pero jodida, triste.

Los versos no le rimaban ni pegándolos con curitas ni soldándolos con palabras.
Entró en el primer café que encontró y sin pedir permiso pasó al baño. Confirmó en el espejo lo que imaginaba con la mente minutos atrás, sentada sobre las escaleras con el sol primaveral de Buenos Aires sobre la mejilla izquierda, cabizbaja mirando el suelo sucio en un edificio imponente. Buscó un papel en su cartera y se quitó todo el maquillaje, se lavó la cara e intentó sonreír vagamente. La comisura de los labios finos se mostraba como siempre y sin embargo Casandra se veía distinta, cansada, derrotada.
Al fin y al cabo no existe la justicia: sólo la sentencia, pensó.

Volvió y se sentó en la primer mesa que encontró contra la ventana. Maldijo su profesión, su carrera, su trabajo. En el fondo sabía perfectamente que había hecho todo lo que estaba en sus manos, pero también sabía que ahora no tenía nada. Bien podía pensar que ya encontraría otro caso y con una victoria redimiría su autoestima personal y profesional. Pero sabía también que la vida no era un partido de fútbol y que los tantos convertidos no siempre compensaban los que le convertían (los que te encajan, pensó burlonamente para sí en español, sin saber por qué).

Bebió con apuro el café, como si llegara tarde a alguna parte. El cansancio le partía las muelas. Bebió el vaso de agua (obligatorio acompañamiento de todo café en cualquier bar) casi de un tirón, dejó paga de sobra su consumición y se fue, casi corriendo a su estudio. Al llegar no obtuvo mucho más que la cara compasiva de su jefe intentando alguna suerte de consuelo.

-No se puede hacer más. Si esto no salió como estaban las cosas, no sirve que apelemos. De todos modos podés seguir trabajando acá, a pesar de todo arriba están contentos con tu trabajo

-Me cago en los de arriba: renuncio

-Pero no…

El jefe se quedó con los argumentos en la boca y otras partes. Casandra se había marchado para no volver a la abogacía, que al igual que la filosofía, pensaba, tampoco era lo suyo. ¿Entonces qué?, pensó sin respuesta mientras armaba su bolso y emprendía su regreso nuevamente hacia su casita de Zárate.



16. El espejo nublado

Del otro lado del mapa, el mundo seguía girando también al revés. Pablo miraba con tristeza desde la ventana del bar. La calle vacía. Se había desatado una leve llovizna mezclada con un viento que razonablemente obligaba a estar (siempre y cuando se pudiera) bajo techo. Pablo se sentía encerrado. Había algo allá fuera que seguramente tenía que salir a buscar, pero no sabía muy bien qué. De pronto pensó que no era algo: era alguien. Alguien que se llamaba Lucía y que hacía semanas que no aparecía por el bar ni contestaba los llamados. Más de una vez fue a la casa (todavía, como si los manojos anillaran esperanzas, conservaba la llave de su casa) y no la encontró. Todo estaba en su lugar, menos ella. Tampoco Agustina. Nunca tuvo la suerte de encontrar a Paula. Lucía era un misterio.

Al igual que Casandra en el bar de la calle Uruguay días atrás, Pablo rebobinaba su vida entera y no encontraba demasiadas respuestas. En realidad, no encontraba preguntas a las cuales responder. Seguramente no le había ido tan mal: había terminado exitosamente su carrera, pudo cumplir el sueño de viajar a Madrid, aunque éste ahora le resultaba casi cotidiano, tan cotidiano que le aburría tanto como Buenos Aires. Ya escribía a su madre como un niño que echa de menos. Maldecía el tráfico, los famosos atascos de Madrid. La rutina le hacía perder todo el encanto que él había soñado para esa ciudad. Retrocedió para atrás, al igual que en un film, y encontró su cabeza en el primer día que viajaba allí, vía avión y vía Erasmus, tan esperanzado, expectante, aterrado, reconfortado por la gratitud que sentía y que hubiera sentido su padre si lo hubiera visto así de soñador. Todo eso se le había ido. Sin embargo se sentía mayor. Aún teniendo que hacer esfuerzos en los recovecos de su mente, podía encontrar lugares que le evocaran una sonrisa remota, lejana, suave y ligera, pero sonrisa al fin. Pensó en Camila, en la fugacidad del encuentro. Se sonrojó levemente recordando piropos e infantiles maneras de gustarle. Recordó con amargura y hasta con bronca el fallido final. Se amargó más al pensar en Agustina, en la enorme ternura que despertaban en él esos ojos redondos y esa voz de tono infantil y errante en la pronunciación, que él bien hubiera querido convertir en idioma. Pabio. ¿Por qué no se podía decir Pabio a partir de ese día, si con ese tono quedaba tan bello?

Se perdió en sus pensamientos hasta encontrarse. Recordó que había tres clientes con mala cara, impaciencia y sinceras y claras ganas de matarlo por su negligencia como camarero al no atenderlos durante quince minutos mientras él miraba por la ventana. El viejo a estas alturas poco le exigía y el bar se había convertido ya en un lugar de descanso, una suerte de antro de mítica recreación, una casa de familia con olor a café y con un semi-abuelo simpático.Atendió con pocas ganas y a los apurones. Pidió permiso al viejo para irse a buscar a Lucía sin demasiadas esperanzas. El viejo hizo un ademán de permiso siempre y cuando no interrumpiera su habitual e incomprensible ya lectura de periódico. Se quitó el delantal y lo dejó detrás de la barra, colgando con poca elegancia, a lo que tampoco ya se le daba demasiado valor. Marchó hacia la casa de Lucía casi como último recurso, pensando que quizás quedándose allí la encontraría. No lo hizo. Todo estaba igual que siempre, excepto por una carta que se asomaba tímida sobre su mesa de luz, aunque con una clara indicación de su destinatario en letras mayúsculas y negras. Abrió la carta como si fuera una bomba de tiempo.



Pablo:

¿Viste que todos volvemos al mismo lugar? ¿No parece eso?Yo no estoy volviendo, más bien todo lo contrario. Todo lo que te explique sería imperdonable y seguramente innecesario. Me fui, obviamente con Agustina, y dejé a Paula encargada como siempre del resto de la mudanza, por eso habrás encontrado todo casi en su lugar. No te voy a decir a dónde porque no quiero que me busques. Tenés derecho a hacer tu vida y creo (y si no es así, ya lo decidí yo) que no tengo nada más que hacer en ella. Aunque suene a obvio, no te pongas mal por mí, porque todo se supera. O no. Pero ya no importa. Si alguna vez puedo volver a contactarte porque tengo la fuerza para hacerlo, no dudes: lo voy a hacer. De momento tomo mi distancia. Ojalá sepas lo enormemente agradecida que estoy de tu presencia y lo mucho que me alegraste la vida mientras estuviste a mi lado. Hasta… no sé hasta cuándo. Cuidate mucho. Te quiere.



Lucía





17. Papel doblado, papel mojado

Pablo dobló la carta en cuatro con ojos sorpresivos, sin entender demasiado bien qué era lo que estaba pasando. En todo caso lo entendía, pero el disco duro (se rió al pensar en español) de su mente todavía no lograba procesarlo.
Recordó la primer frase. Al fin y al cabo, volvía ella al mismo lugar. Recordó que Lucía le había contado que alguna otra carta así había escrito. Poco le importaba. Pero sí le importaba Lucía. Más bien le preocupaba saber que en su estado, no contar con ninguna ayuda y huir lejos de todos, no era muy buena idea. La soledad no era nunca buena compañía para alguien triste, y menos aún con una niña a cargo.

Empezó a caminar por la casa con desesperación, como si los nervios tuvieran GPS para encontrar a Lucía. Encendió un cigarrillo y lo fumo en pocas pitadas mientras deambulaba por la habitación, sin preguntas y sin respuestas, sin ninguna esperanza de volver a verla.
De pronto una luz pareció asomarse, porque Paula entró y gritó como si hubiera visto un ladrón. Intentó explicarle entre bocanadas que no esperaba encontrar a nadie ahí, y se asustó de verlo. Pidió disculpas y se puso a limpiar algo en la cocina. Pablo se mostró sorprendido y enojado. Caminó hasta la cocina y se quedó parado.
Ridículamente se encontraron la mirada. Ella barriendo y él parado , de brazos cruzados, contra la puerta de la cocina, como esperando respuesta. Paula miró con cara de nada, como si no entendiera la actitud de Pablo.

-¿Dónde está? Por favor te pido
- Pablo, no me pongas en esa situación
-La mía no es tampoco muy simpática
-Por favor, no, me rogó que no te dijera, está muy triste
-Precisamente por eso, me preocupa
-Lo siento, de verdad que no puedo

Pablo se contuvo de agarrarla, amenazarla, golpear todas las puertas de la casa o gritar desaforadamente.
En el fondo entendía a Paula, pero más se entendía a él. Se marchó furioso y caminando a paso firme, casi militarmente. Se sorprendió de encontrarse con Verónica en la esquina.
Se miraron los dos con cara de ¿qué hacés acá?, y se quedaron sosteniendo la mirada.
El tránsito los hizo volver a la realidad, porque estaban parados casi en mitad de la calle.

-¿Qué pasa?, preguntó Verónica al ver la cara triste de Pablo
-Se fue
-¿Quién?
-Lucía
-¿Dónde?
-Eso es lo que no sé
-Ya va a volver
-No. Hace 15 días que no da noticias. Acabo de leer una carta que me dejó. Se fue y no se dónde ni hasta cuándo. Me preocupa, está mal
-Sí, ya sé, dijo Verónica intentando hacer un esfuerzo sobrehumano para no estallar de celos y entenderlo. Sin saber cómo, lo segundo pudo más que lo primero y lo abrazó tiernamente, acariciandole el pelo.
Va a estar bien, agregó, no te preocupes.

Pablo no respondió. No sabía qué responder. Se sorprendió de ver en su mano izquierda, pegada a la espalda de Verónica, la carta que Lucía le había escrito. No se había dado cuenta de que la había arrastrado consigo desde que la había leído. Menos se sorprendió de haberla doblado en cuatro y tenerla ahora, en otros brazos, pero con las mismas lágrimas.



18. El último viaje – La despedida

Con la seguridad que no había encontrado en toda la tarde, Casandra encendió la radio a todo volúmen, salteando cualquier emisora de noticias, y puso la música a todo trapo. Gritaba desaforadamente una canción de amor de un cantante español sin importarle por cuántas notas le estaba errando en la escala de Do a la afinación. Lo único que quería era descargar las mochilas pesadas del Derecho (que bastante torcido le había salido) y llegar a su casita de Zárate. Tuvo la certeza de que ese era su último viaje. Ni siquiera se tomó el trabajo de descolgar su diploma de la pared de su casa de Flores. De hecho, no pasó a buscar nada por esa casa. De momento todo era una suerte de vacación. Bajó el vidrio del auto en el momento en que un pequeño embotellamiento se produjo delante de la zona de peaje. Se sonrojó cuando un camionero le gritó un piropo pasado de tono por su ventanilla. No pretendía mucho porque no podía exigir mucho. Al fin y al cabo, un camionero era un camionero. Por lo menos siempre iba derecho y por el mismo carril, iba lento pero sabía que nunca iba a ir rápido. No la engañaba. No le daba ninguna esperanza. Maldijo su fútil pensamiento y siguió cantando como si de repente el sol brillara en su mejilla derecha y el maquillaje le volviera a la cara. El tráfico se descomprimió y avanzó sobre la ruta. Oyendo siempre el mismo disco una y otra vez, llegó finalmente a su casita de Zárate. Buscó el mercado más cercano que encontró, compró alimentos para toda la semana y casi corriendo se metió en su casa. Se quitó la ropa, se dio una ducha larga y reparadora y sin saber cómo, se alegró de la vida. Se había liberado. No le importaba no tener trabajo ni rutina para el día siguiente. Se reía sola en el medio del comedor, pequeño y discreto, desnuda, mientras bailaba para sí una canción que sonaba en la radio que, curiosamente, era la misma que había oído poco antes en el auto. Apenas alcanzó a cenar una ensalada y ya vestida y abrigada se metió en la cama intentando dormir, con algo más de paz y de esperanza. Le quedaba todo atrás. Y todo por delante.

Del otro lado del océano, Pablo buscaba ya sus cosas en el hotel. Quedaba solo un día para volver a Buenos Aires. Su viaje, caprichosamente, se había retrasado por falta de vuelos y viajó una semana más tarde de lo previsto. Verónica lo miraba con ternura mientras recogía toda su ropa. Le enternecía ver a un hombre ordenando, no sabía por qué. No pudo evitar acercarse a él y quitarle lo poco que le quedaba de ropa y besarlo desesperadamente, recobrando un amor adolescente que hacía rato habían dejado atrás y que ahora los veía igual de hermosos, pero un poco menos jóvenes. Hicieron el amor como niños ansiosos, sin perder una caricia con la cual hacer rimar el cuerpo del otro, hasta que el reloj dictó la hora de irse. Se vistieron mirándose mutuamente entre sonrisas imborrables, mientras él le decía algún piropo para sonrojarla y contentarse con sólo ese gesto. Fueron de la mano hacia el bar, cada uno con su bolso a cuestas. Verónica espero en una mesa mientras se despedía del viejo con un gran abrazo.

-Vuelve pronto, cuando gustes. Aquí siempre tendrás lugar para trabajar. Para mí ya tienes ciudadanía europea. Vamos, que no eres un argentino cabrón. Cabrón sí, y argentino también, pero no ambas. Eres un buen tío. Cuida a esta mujer, que parece que te quiere.

Pablo sonreía. No dejaba de despertarle una ternura infinita ese viejo que por alguna razón siempre hablaba con tono enojado pero que todos sabían, o al menos Pablo, que era sensible y bondadoso.

-Y vos sos pura espuma, te hacés el malo no sé para qué. Y no te preocupes, que yo voy a estar bien.

El viejo se puso serio un minuto

-Te avisaré si sé algo de Lucía. No te preocupes por ella. Estará bien.

Pablo no respondió, hizo un gesto un poco triste.

Ah, algo más: esto es para ti, dijo el viejo dándole un sobre.

Pablo lo abrió. Encontró una buena cantidad de dinero.

Es lo que te corresponde y algo más, por si necesitas. Nunca se sabe. Guárdalo bien. Y ya, vete antes que empiece a echarte de menos.

Pablo hizo un gesto que intentaba decir algo pero no dijo nada. Se despidió y se marchó. La Gran Vía los miraba pasar, esperanzados y triunfantes, como en una vieja película, sobre la esquina que se abría en dos caminos.



19. El fondo del horizonte


Avizorando un futuro incierto, Pablo y Verónica subieron al avión para marchar del otro lado hacia sus vidas pasadas con forma de presente y curva de futuro.

De este lado quedaba Lucía, sentada sola en un banco de aeropuerto, como si los hubiera seguido.

¿Por qué tan lejos? ¿Por qué tiemblan ahora estos barcos en el pecho? ¿dónde te fuiste? Tanto tirar de la soga, terminé con la cuerda en la mano. Y allá estás. Tan lejos. ¿Dónde queda todo? ¿dónde se va todo? Yo sólo quería un rato más de calma, un piso seguro, un pañuelo, una espada para la próxima batalla.

Lucía soltó el bolígrafo espantada, como si las letras le saltaran aceite en el ojo. Un aroma extraño envolvía el lugar. Tanto asiento, tanta gente. Un perfume rancio, que rozaba lo asqueroso, una fobia que mareaba los sesos, otra carta sin enviar.

Sólo ahora entiendo por qué decías que a veces las palabras son tan vanas, igual que las promesas. ¿Y qué hago con eso ahora? ¿escribir? ¿escribir sin enviarte lo que escribo? ¿llorar? ¿derramar tristeza en este banco de mierda? Yo quería un rato, solo un rato más de sol. En realidad quería todo. Toda la luz del mundo, toda tu luz, solo para mí.

Me volví posesiva, loca, enferma, sí. Tendrías razón. ¿Pero qué culpa tengo yo de que todos los hijos de puta que pasaron por mi vida me la arruinaron? ¿Qué culpa tengo yo que me hayan abandonado tantas y tantas veces? ¿qué culpa tengo yo de cruzarte en la mitad de la vida y que me cambies el mundo como un mapa de juguete? ¿qué culpa tengo yo que hayas sido un marido temporal? ¿qué culpa tengo de sentir tu olor en la casa, de sentir tu cuerpo en el mío cada vez que abro la cama? ¿qué culpa tengo de sentirla tan vacía? ¿Qué culpa tengo de añorar? ¿qué culpa tengo de quererte tener entre mis piernas? ¿qué culpa tengo de querer tenerte toda la vida?

Porque no sé qué sabés y qué no, quizás no viviste demasiado. Quizás más que yo. Pero a mi la vida me enseño a cruzar los semáforos verdes de los sentimientos. Y vos fuiste onda verde. Con vos me quise tomar cada colectivo en el que andabas, caminabas, corrías, cada espejo con el que me mirabas, me acariciabas, me cogías, me despertabas, me dormías…


Lucía volvió a soltar el bolígrafo que le supo a puñalada. Las letras le devolvían el acido del vientre hinchado de desnutrición amorosa.

Tampoco sabrás seguramente que esto no lo vas a recibir nunca. Y la nena. ¿Qué va a pasar con la nena? Va a seguir preguntando por ese hijo de re mil puta toda su vida. Y nunca le voy a poder decir. O sí, tal vez sí. O tal vez no. Quizás me quede toda la vida mirando allá, como ahora, el horizonte. Quizás no quede más nada. Y vos estarás, con toda tu vida por delante. Y a mi se me adelantará la vida, porque apretaría cada botón para acelerar y morder la banquina como si fuera tu cuerpo. Llegar al final en un segundo, y el mundo seguiría siendo el mismo. Sí. Y Agustina.

Sería como caer de cabeza pasando este cristal, el horizonte a lo lejos, este banco de mierda, Agustina con suelo y sin consuelo, yo la más hija de puta, peor que el otro, o igual, o menos, o no sé.

Sería como caer, sí. Debe ser algo así. Aunque jamás podré volver a contarlo





FIN



Camas vacías 1 :

http://faks87.blogspot.com/2009/06/camas-vacias-1era-parte.html



Camas vacías 2:

http://faks87.blogspot.com/2009/06/camas-vacias-2da-parte.html

2 comentarios:

sofía· dijo...

interesante blog.
las líneas de arriba las escribis vos? me atrapó el principio, pero otro día con más tiempo lo leo todo, es que se me caen los párpados y mañana el despertador suena temprano, desgraciadamente.

au revoir

Facundo Ruiz dijo...

Unos cuantos años luego leo tu comentario. Sí, es todo mío. Au revoir.