Creo que te he dicho que no me gustan los despegues ni los aterrizajes, mais le voyage; que me he vuelto más vertiginoso hasta para escribir, como si la mente desconociera el punto y coma desde que el aire se parece a otro; que París es más hermosa de lo que soñaba, con esa tour de fer que no se puede concebir su concepción; que me matan los puentes y los ríos, que me pregunto por qué no existen en el Río de la Plata. ¿Sabes? París no es la de Cortázar.
Beauvoir exhala tabaco en Montparnasse y juega con Ionesco a la Rayuela, entre pabellones que nunca se cruzan. Sus calles no tienen músicos ni luces de bohemia en ninguna parte, como si la modernidad la hubiera barnizado de vejez, como esos tangueros que sólo valoran a Gardel y quisieran que San Telmo nunca perdiera su adoquín. Queda lo que todos conocen o creen conocer, pero no es histórica, porque el presente no cruza sus calles. La politesse existe, pero debería llamarse “glace devant les gens”, o si querés, “distancia amable”.
Par contre, Barcelona juega al truco con Serrat y todos quisiéramos haber nacido en el Mediterráneo, con su azul profundo, manso y enorme. Con su ciudad vieja, o Borne, con esas callecitas que también llamamos laberintos, donde te sueño tendiendo la ropa en Travessera de Gracia en un balcón (¿el único?) que no tiene la bandera de España; con transeúntes amables pero que entre las anchas avenidas siempre parecen tan pocos. Con sus ramblas, florerías y mercaditos, donde la noche is not for tourist.
Con su Gaudí partout, su catalán boquipapa con acordes de portugués. Con sus rodalies, su Renfé y su Costa Brava, donde las torres que dan al mar queman calendarios y fabrican clepsidras.
Más al sur, que también existe, Granada hace caso omiso de su acento andaluz, pueblerino y te ofrece una Alhambra imponente, susurrando: “hace mil dos cientos años que estoy aquí, no te creas que sos el primero en verme”. Si te regalan un 6 de enero, las calles parecerán una Bombonera sin tribuna, con carruajes y caramelos de rebaja.
Si el norte te pica la oreja, Madrid huele a Sabina y busco tu oficina en Tirso de Molina, Sol (¿Vodafone?), Gran Vía o Tribunal. O me pierdo en los andamios de La Latina, tu puesto del Rastro y miro al Barca cerca del Vicente Calderón.
En los bares de Malasaña nadie te saluda, y Lavapiés te recibe con los brazos abiertos y acento callejero. Si te digo que parece un pueblo, te vas a reír, pero en una hora podés ver la Puerta de Alcalá viendo pasar el tiempo, el Bernabeu peinando a Cristiano Ronaldo y con suerte, un Palacio Real anacrónico, imponente, tan dorado como inmundo.
Tampoco te he dicho que mi inglés es deplorable pero la migra te perdona, y Londres se abre entre dos cientos cincuenta escaleras mecánicas, nice people, tube a precios viles (mafiosos) y buses de dos pisos. Si te parás en cualquier esquina, tendrás lenguaje humano en sonido cuadrafónico, porque es una torre de Babel a la menos uno, donde todos se entienden pero no encontrás dos personas juntas que hablen el mismo idioma.
Si recién cobrás tu sueldo y vivís con lo puesto, andá al Candem Market con las manos atadas, porque entre tatuajes, masajes tailandeses, adornos hindúes, discos de los Beatles (Bitels, dirían los españoles, que todos lo dicen a la suya; no es joda: van a los “hora feliz” y escuchan a “u-dos”) perderás lo que te queda (¿lo bailado?).
Por las dudas, te recuerdo que París me espera. Y sí, el vértigo me atrapa.
Vértigo que el mundo pare. ¡
Qué corto se me hace el viaje!
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